Pablo
Anadón
Tres postulados
de la poesía argentina actual
Creo que al menos
tres postulados importantes pueden reconocerse en la poesía argentina actual, o
relativamente reciente ―sus inicios se remontan a mediados del siglo pasado, y
se prolongan incluso hasta los últimos años―. El primero, sobre el cual no me
extenderé, porque ya le he dedicado varios ensayos y demasiadas polémicas,
consiste en una suerte de imperativo categórico sanmartiniano: escribirás poesía en verso libre o no escribirás
poesía ―al menos, una que merezca el título de “actual”―. Este postulado
proviene de la identificación de verso libre y poesía moderna, cuando no poesía
“progresista” (también con la connotación política del término), identificación
cuyas causas he indagado en dichos ensayos[1]
(en particular, la formación de los poetas del último cuarto del siglo pasado
en la lectura de traducciones en verso libre de la poesía moderna). Se trata de
un postulado, o prejuicio, que la historia de la poesía moderna desmiente
irrefutablemente: basta su confrontación con las obras originales de algunos de
los mayores poetas modernos en distintas lenguas (numerosos e imprescindibles
poetas del siglo XX, desde W. B. Yeats, T. S. Eliot y Robert Frost hasta Robert
Lowell; desde Umberto Saba, Giuseppe Ungaretti y Eugenio Montale hasta Giovanni
Giudici; desde Serguiei Esenin, Anna Ajmátova y Boris Pasternak hasta Iosif
Brodsky; desde Guillaume Apollinaire, Paul Valéry y Louis Aragon hasta René Guy
Cadou; desde Rainer Maria Rilke, Georg Trakl y Hermann Hesse hasta Bertolt
Brecht; desde Antonio Machado, César Vallejo y Jorge Luis Borges hasta Juan
Rodolfo Wilcock, etc.). Tal error historiográfico, sin embargo, ha tenido una prolongada
y extendida persistencia entre nosotros, convirtiéndose en un prejuicio
equivalente, antípoda, al que resistió la introducción del verso libre en la
poesía argentina (véanse, por ejemplo, las discusiones que suscitó la
publicación de Lunario sentimental de
Leopoldo Lugones, en 1909).
El segundo postulado
consiste en que el registro verbal de la poesía debe aproximarse lo más posible
al lenguaje hablado. Este postulado, más serio que el anterior, cuenta con el
aval de poetas como Antonio Machado y T. S. Eliot, y en nuestra poesía, además
del caso peculiar de la gauchesca (en la cual se trataba más bien de un
artificio imitativo, como ha observado Borges, ya que los autores de la misma
estaban lejos de hablar como Martín Fierro o Paulino Lucero), fue practicado
por primera vez, moderamente, por los poetas postmodernistas de las primeras
décadas del siglo pasado (Baldomero Fernández Moreno, Evaristo Carriego,
Enrique Banchs, Alfonsina Storni, Pedro Miguel Obligado, José Pedroni, Alfredo
Bufano, etc.), sin duda como una reacción frente al exotismo y el preciosismo
lexical de cierta poesía modernista. En algunos de estos poetas
postmodernistas, como en los casos ejemplares del segundo Lugones y del
mexicano Ramón López Velarde, la fricción entre la lengua “áulica” y la lengua
coloquial produce notables fulguraciones poéticas, como señaló Eugenio Montale
sobre el estilo de Guido Gozzano, un caso equivalente en la lírica italiana al
de los postmodernistas hispanoamericanos.
Si bien es un
imperativo muy atendible, en la medida en que aproxima el lenguaje coloquial y
el lenguaje literario, y contrarresta la tendencia a un lenguaje “poético”
cristalizado (el “poetiqués”, como me decía con una sonrisa irónica Edoardo
Sanguineti), también es cierto que presenta otros riesgos. Por ejemplo, el
peligro de que se empobrezca el lenguaje de la escritura, y a la par del
lenguaje, según la conocida sentencia de Wittgenstein (“Los límites de mi
lenguaje significan los límites de mi mundo”), se haga también más pobre la amplitud,
la variedad, la hondura y la sutileza del mundo captado por ese registro
verbal. Otro riesgo es que, en busca de la naturalidad expresiva, se caiga,
paradójicamente, en la artificiosidad, toda vez que la lengua adoptada no sea
precisamente la que es propia del poeta, como puede verse en los casos de
autores de una notable formación literaria que, al escribir poesía, lo hacen
como si carecieran de esa cultura, adoptando el vocabulario que identifican
como propio “de la calle”. Y, en último término, aunque tal vez sea el mayor
peligro, otro riesgo es que los poetas ejerciten una especie de programática
autocensura, eliminando de su léxico toda palabra que les suene demasiado
“culta”.
No es una
problemática sólo propia de la poesía argentina, ni reciente, como evidencia la
siguiente observación de Iosif Brodsky, en su conferencia “Inusual semblante”,
de 1987, leída en ocasión de la entrega del Premio Nobel: “Hoy día, por
ejemplo, se halla muy extendida la opinión de que el escritor, en concreto el
poeta, debería utilizar en su obra el lenguaje de la calle, el lenguaje de la
masa. Pese a su apariencia democrática y a sus evidentes ventajas para el
escritor, tal consigna representa un intento bastante absurdo de subordinar el
arte, en este caso la literatura, a la historia.”
El tercer postulado,
que tuvo un fuerte predicamento en la poesía de la segunda mitad del siglo XX,
aunque en la actualidad haya decaído, podría ser definido como el de la
“impersonalidad poética”. Tal postulado también tuvo como teorizador insigne a
Eliot, quien en su ensayo “Tradition and the individual talent” planteaba que
el crecimiento de un artista podía ser definido como “una progresiva extinción
de la personalidad”. Entre nosotros, tal vez quien represente la poética basada
en ese postulado de la manera más nítida e influyente sea Alberto Girri.
Podemos ver en el origen de la reivindicación eliotiana de la impersonalidad
una reacción clásica contra el persistente subjetivismo romántico inglés,
mientras que en Girri una reacción contra el neorromanticismo de una de las
tendencias más importantes en la poesía de su generación, la de los años 40, al
igual que una personal voluntad ética y estética de raíz ascética.
Este postulado puede
reconocerse por la reducción al mínimo de la presencia, cuando no erradicación,
de la primera persona del singular en la poesía, a menos que ese “yo lírico”
funcione más bien como un “yo dramático”, como una máscara teatral, a la manera
del monólogo dramático, de larga e ilustre tradición en la poesía inglesa (como
en Tennyson y Browning, como, entre nosotros, en el “Poema conjetural” de
Borges); por la eliminación o la difuminación de todo rastro demasiado nítido
de autobiografismo, así como la consiguiente estilización o rarefacción de los
trazos de las circunstancias precisas de lugar y tiempo, salvo cuando éstas
adquieren un carácter escenográfico en
el desarrollo de una acción que posee un carácter emblemático, simbólico. El
propósito, evidentemente, es dotar al poema de una validez universal y hasta
cierto punto intemporal (por eso puede hablarse de una poética clasicista,
aunque su estilo se ponga en las antípodas del clasicismo).
Sé que la
aproximación puede resultar extraña, pero me parece que una derivación de tal
postulado impersonalista es posible encontrarla en el objetivismo, la corriente
dominante en los años 80 y 90 en la Argentina, y de mayor influencia en las
generaciones posteriores. Si bien esta tendencia se mantiene lejos de toda
aspiración clásica en el orden estilístico, y si bien recurre al realismo y el
coloquialismo, que les llega de sus maestros de los años 60, filtran de este
legado lo que pudiera haber de confidencia y sobre todo de sentimentalidad: su
empeño, podría decirse, no está puesto en conmover al lector, sino en hacerlo
reflexionar, creando a través de escenas tomadas de la existencia cotidiana una
suerte de “exempla” de tesis de carácter intelectual y de valor general. No
debe asombrarnos que asignen a la poesía una función fundamentalmente
cognoscitiva, más próxima de la reflexión filosófica que del lirismo: en
efecto, su principal antagonista fue la lírica ―a la cual un vástago de esta
tendencia declaró muerta― como expresión inmediata de la conmoción subjetiva.
Observaba antes que
tal postulado impersonalista ha decaído en el presente, aunque de otros rasgos
de la poética objetivista derive la escritura que predomina en la actualidad en
el país: ésta prolonga su versolibrismo, su léxico conversacional, su realismo
urbano y su antilirismo, pero recurre en cambio a un registro ahincadamente
autobiográfico, casi en el límite del diario de vida en versos, sin temor a
menudo de caer en la banalidad de las peripecias y los detalles concretos de
una cotidianidad cuyo valor reside en que le han ocurrido a su autor, como pueden
encontrarse, por ejemplo, en los “estados” de las redes sociales, cuyo efecto
inmediato en los lectores depende más de la anécdota en sí misma, de su
comicidad, su patetismo, su rareza asombrosa, su ingenio, etc., que del logro
en la transfiguración estética de esa experiencia.
Por cierto, no todos
estos postulados se dan siempre conjuntamente en las obras de los distintos
autores del período, ni tampoco todos los autores del período pueden
adscribirse a los mismos, particularmente a partir del nuevo siglo, cuando
pareciera verificarse una mayor dispersión de las poéticas, de las búsquedas
individuales (o tal vez la cercanía temporal aún nos impida ver sus
características comunes). Por otra parte, trabajando en los límites de uno o
varios de los parámetros que marcan tales postulados, como suele ocurrir en
todo arte, hay poetas que han construido obras originales y valiosas.
Resulta preocupante,
sin embargo, el carácter dogmático que pueden adquirir las poéticas fundadas en
esos parámetros, lo cual conduce, como con cualquier dogma, a la configuración
de un canon estilístico, más imperioso aún y persuasivo por presentarse todavía
hoy como novedoso y “anticanónico”, y a la consiguiente artificiosidad epigonal
de las obras que responden a sus dictados.
Así, el imperio del
verso libre, ignorándose ya de qué se liberaba en sus orígenes, hace más de un
siglo, ha producido una proliferación de poemas cuya división en versos
responde a criterios visuales o sintácticos, pero raramente auditivos, lo cual
los asemeja más a prosas cortadas aquí y allá, cuyas líneas no llegan al final
del renglón, que a textos poéticos en los que la unidad del verso cumple una
función rítmica.
El propósito de
acercar la poesía lo más posible a la lengua hablada, en tanto, la acerca
también hasta tal punto a la llaneza de la prosa, que recursos válidos de la
escritura poética como la metáfora, el hipérbaton, el paralelismo, la hipálage,
el quiasmo, etc., parecieran haberse vuelto recursos tácitamente prohibidos o
ignorados por ese dogma prosaico, además de otros riesgos como los ya
señalados, en particular aquél del empobrecimiento del lenguaje y del mundo
aprehendido por ese lenguaje.
La mayor pérdida, por
último, que ha acarreado el impersonalismo a la poesía argentina me parece la
del lirismo. En efecto, se diría que una especie de pudor llevara a escamotear
la expresión de lo más íntimo, precisamente ese núcleo doliente o dichoso que
vuelve a la vez entrañable y memorable a un verso nacido desde esa profundidad,
como aquel célebre “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!” de
Vallejo. Es que, aun cuando los autores más jóvenes puedan recurrir al relato
de experiencias personales, se nos ofrece la anécdota, referida incluso con
lujo de detalles, pero es raro oír la voz de la emoción, sea ésta lo que fuere,
y como observó con precisión Osip Mandelshtam, la escritura poética que se deja
medir con la vara de la narración evidencia que las sábanas no han sido usadas,
que ahí no pernoctó la poesía. Quiero decir: la pérdida del lirismo, la renuncia
a la confidencia, a la entrega de la intimidad, es una pérdida que no me parece
menor para la humanidad profunda de la poesía.
[En: “Fénix” N° 30, Editorial Brujas, Córdoba,
2022.
Para solicitar su envío a domicilio:
https://www.editorialbrujas.com.ar/home]
[1] “Aproximaciones a la
traducción de poesía en la Argentina” (“Fénix” N° 21-22, Ediciones del Copista,
Córdoba, 2007), “Nuevas aproximaciones a la traducción de poesía en la
Argentina. Contribuciones a una cuestión polémica” (“Fénix” N° 24, Ediciones
del Copista, Córdoba, 2009), “Diario del traductor. Venturas y desventuras de
la traducción poética” (“Clarín” N° 83, Año XIV, Ediciones Nobel, Oviedo,
2009), “El dolor de Aquiles. Dificultades y desafíos de la poesía en el presente”
(VV.AA., Dificultades de la poesía,
Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2010). Estos trabajos se encuentran reunidos,
entre otros en los que se trata tangencialmente la problemática, en mi libro La poesía en el país de los monólogos
paralelos. Ensayos sobre poesía argentina contemporánea (Editorial Brujas,
Col. “Fénix”, Córdoba, 2014).
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