jueves, 27 de julio de 2023

 

Alejandro Bekes

 

Cinco poemas

de Un oráculo de agua

 

 


 

Peligrosa hermosura

 

Peligrosa hermosura en el oeste:

la rodajita de la luna nueva

con una estrella abajo, que palpita

y calla. Fuego azul que nadie mira.

 

Peligrosa hermosura en el poniente,

corazón de la noche que palpita

y habla a la rotación de la ancha esfera

por lo que nacerá tal vez mañana,

 

de la fuente que oscura siempre mana,

hija de tu silencio y de mi espera.

 

*

 

Remanso

 

Un remanso en la furia del verano,

la enredadera verde y amarilla,

un susurrar de abejas en la parra

que acaso sea solamente el viento,

el juego de los gatos saltarines

y, cuando alzo los ojos, una rama

que el sol último aviva

y en que maduran, altos, los pomelos.

 

Nada quisiera más que estar acá,

donde estoy, esperándote,

oyendo este sonido leve, leve,

que hace la vida, el tiempo, cuando pasa,

sin sentirse, en el patio de la casa.

 

2013

 

*

 

Fogata

 

Lejos se oyen las tristes

canciones de la tarde.

 

Con ramitas resecas,

papel muerto, virutas,

cortezas y raíces

olvidadas, yo enciendo

una fogata mínima

en mi patio callado.

 

Tizones del tamaño

de un grano de mostaza.

Corre el viento y la apaga.

La soplo: reaparece.

 

Ladridos y canciones

ya lejos. Cae la tarde.

Yo vigilo mi hoguera:

humo que arde en los ojos

y la indecisa luz

de la infancia del fuego.

 

*

 

A sí mismo

 

En la felicidad más pura y simple

se consumieron estos doce años

y no advertiste cuánto envejecías.

 

Ahora aturde el silencio:

un silencio que nunca

pudiste imaginar, en este campo

de muerte que ha dejado

el súbito huracán de la desgracia.

 

Hay sol afuera, hay verdes que retornan;

hay, incluso, algún pájaro en su rama.

Nada te anuncia ya la primavera

inminente. No obstante

debes sobrevivir a tu derrota;

debes sobrevivir: tal es el viejo

y único imperativo categórico.

 

No sabes cuánto tiempo has de llorar

todavía el perdido paraíso,

tu paraíso, donde estaba Eva.

 

De lo demás no es dueño tu albedrío.

Espera. No hay camino.

No hay eco ni señal. Espera. Espera.

 

*

 

Lo intraducible

 

Hermosa es la palabra toronjil,

que en árabe es “la hierba de la abeja”,

y la palabra cóndor,

que en quechua se oye qúntur.

Y la palabra góndola italiana,

la griega Antares, la latina pulso.

Y es insondable la palabra noche,

que en castellano quiere decir “noche”:

el estrellado azul, la suave luna,

la esperanza, el destino,

la alta meditación del que medita

y tu vida desnuda entre mis brazos.

 

Alejandro Bekes

 

[De Un oráculo de agua,

Editorial Brujas, Col. “Fénix”, Córdoba, 2023]


martes, 25 de julio de 2023

 

Ricardo H. Herrera

 

Cinco poemas

de Grupo de familia

 

 


 

El beso de Juan

 

El dolor de estos años me ha cuarteado

la piel y el corazón. Lo que fue blando

un tiempo se hizo duro y dio comienzo

a lo que denomino Edad de Hierro.

 

Templado así de dura indiferencia,

amando sin amor en lo profundo,

me distancié de todos los humanos,

incluso los ligados por la sangre.

 

Pero hoy Juan, al que llamo El Jardinero

porque ese es su trabajo este verano,

quebrantó mi apatía con un beso.

No esperaba del nieto tal ternura.

 

Pagado su trabajo, que fue duro,

se aproximó en silencio y al besarme

su ser me conmovió de tal manera

que sentí desplomarse mi armadura

 

forjada en estos años implacables.

Recuperé mi humanidad perdida

y descubrí su alma verdadera,

mucho más verdadera que la mía.

 

Fue lección evangélica la suya;

me devolvió a la vida en el jardín

ya transformado en ámbito de luz.

Enmudecí. Y fui padre otra vez.

 

*

 

A Julieta, en China

 

Reducido a mi esencia, muerto el cuerpo,

iré a tu encuentro en días apacibles;

mi compañía leve será al fin

serena transparencia de silencio.

 

Desprovista de hechos y de dichos,

mi presencia dispersa en pura ausencia

se hará sutil como la eterna siesta

en que moran los plátanos que amé.

 

Mi ánima esquiva habitará en el bosque

del corazón de pocos; seré pausa

del vértigo del tiempo, seré huella

de fugaces instantes inasibles.

 

Amor correspondido enteramente

desde la madrugada en que naciste,

sentimiento leal y real ternura,

eso seré en tus días por venir.

 

*

 

Tonada

 

Agustín, sufridor, tu soledad

amistosa se acerca hasta mi puerta;

tal vez haya algún fruto de mi huerta

que te pueda traer felicidad.

 

También hay abandono en mi poesía

y una vida quebrada que interroga;

puede enjugar las lágrimas que ahogan

tu garganta y la mía.

 

*

 

A Miranda, en Viena

 

Hoy sábado, a la hora de la siesta,

escuché nuevamente el andantino

de la sonata en La menor de Schubert;

una obra que trabajaste un tiempo,

en los años de Villa Pueyrredón.

Alejado del piano, la oía entonces

entornando la puerta de mi cuarto.

 

Y cuando, acompañando el instrumento,

en voz baja entonabas su motivo,

la creación extremaba su secreto:

retornaba a su fuente, la poesía.

Nada te distraía mientras ibas

por la senda melódica perenne

trazada por el músico vienés.

 

Arraigó en mí, por ella, una confianza

sin fin en las cadencias afectivas

de nuestra voz humana cuando busca

la gracia y el encanto de los seres

que amamos tiernamente a la distancia;

esos hijos que alumbran nuestra vida

con un tenue fulgor de intimidad.

 

*

 

Una tumba

 

Lo duro de la muerte es esperarla,

cada día es un siglo en la demora.

Uno sueña su tumba y su epitafio

sabiendo que es inútil hacer planes.

 

Desearía yacer en camposanto,

un campo como el que hay en Los Hornillos,

apartado del pueblo entre cipreses;

fue lugar de paseo años atrás.

 

Terminaré en la cripta familiar,

junto con mis abuelos y mis padres;

es lo más racional para los deudos,

aunque inimaginable para mí.

 

Viví solo y solo he de morir,

de ahí el deseo absurdo que me ronda.

El póstumo poema de mi cuerpo

rompiéndose en lo ignoto: una colina,

 

lugar claro y pacífico, muy bello.

Después de tanta guerra con la nada,

amigarme con ella mansamente

sería honrosa capitulación.

 

Ricardo H. Herrera

 

[De: Grupo de familia,

Editorial Brujas, Col. “Fénix”, Córdoba, 2023]


jueves, 15 de junio de 2023

 

Pablo Anadón

 

Tres postulados 

de la poesía argentina actual

 



Creo que al menos tres postulados importantes pueden reconocerse en la poesía argentina actual, o relativamente reciente ―sus inicios se remontan a mediados del siglo pasado, y se prolongan incluso hasta los últimos años―. El primero, sobre el cual no me extenderé, porque ya le he dedicado varios ensayos y demasiadas polémicas, consiste en una suerte de imperativo categórico sanmartiniano: escribirás poesía en verso libre o no escribirás poesía ―al menos, una que merezca el título de “actual”―. Este postulado proviene de la identificación de verso libre y poesía moderna, cuando no poesía “progresista” (también con la connotación política del término), identificación cuyas causas he indagado en dichos ensayos[1] (en particular, la formación de los poetas del último cuarto del siglo pasado en la lectura de traducciones en verso libre de la poesía moderna). Se trata de un postulado, o prejuicio, que la historia de la poesía moderna desmiente irrefutablemente: basta su confrontación con las obras originales de algunos de los mayores poetas modernos en distintas lenguas (numerosos e imprescindibles poetas del siglo XX, desde W. B. Yeats, T. S. Eliot y Robert Frost hasta Robert Lowell; desde Umberto Saba, Giuseppe Ungaretti y Eugenio Montale hasta Giovanni Giudici; desde Serguiei Esenin, Anna Ajmátova y Boris Pasternak hasta Iosif Brodsky; desde Guillaume Apollinaire, Paul Valéry y Louis Aragon hasta René Guy Cadou; desde Rainer Maria Rilke, Georg Trakl y Hermann Hesse hasta Bertolt Brecht; desde Antonio Machado, César Vallejo y Jorge Luis Borges hasta Juan Rodolfo Wilcock, etc.). Tal error historiográfico, sin embargo, ha tenido una prolongada y extendida persistencia entre nosotros, convirtiéndose en un prejuicio equivalente, antípoda, al que resistió la introducción del verso libre en la poesía argentina (véanse, por ejemplo, las discusiones que suscitó la publicación de Lunario sentimental de Leopoldo Lugones, en 1909).

El segundo postulado consiste en que el registro verbal de la poesía debe aproximarse lo más posible al lenguaje hablado. Este postulado, más serio que el anterior, cuenta con el aval de poetas como Antonio Machado y T. S. Eliot, y en nuestra poesía, además del caso peculiar de la gauchesca (en la cual se trataba más bien de un artificio imitativo, como ha observado Borges, ya que los autores de la misma estaban lejos de hablar como Martín Fierro o Paulino Lucero), fue practicado por primera vez, moderamente, por los poetas postmodernistas de las primeras décadas del siglo pasado (Baldomero Fernández Moreno, Evaristo Carriego, Enrique Banchs, Alfonsina Storni, Pedro Miguel Obligado, José Pedroni, Alfredo Bufano, etc.), sin duda como una reacción frente al exotismo y el preciosismo lexical de cierta poesía modernista. En algunos de estos poetas postmodernistas, como en los casos ejemplares del segundo Lugones y del mexicano Ramón López Velarde, la fricción entre la lengua “áulica” y la lengua coloquial produce notables fulguraciones poéticas, como señaló Eugenio Montale sobre el estilo de Guido Gozzano, un caso equivalente en la lírica italiana al de los postmodernistas hispanoamericanos.

Si bien es un imperativo muy atendible, en la medida en que aproxima el lenguaje coloquial y el lenguaje literario, y contrarresta la tendencia a un lenguaje “poético” cristalizado (el “poetiqués”, como me decía con una sonrisa irónica Edoardo Sanguineti), también es cierto que presenta otros riesgos. Por ejemplo, el peligro de que se empobrezca el lenguaje de la escritura, y a la par del lenguaje, según la conocida sentencia de Wittgenstein (“Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”), se haga también más pobre la amplitud, la variedad, la hondura y la sutileza del mundo captado por ese registro verbal. Otro riesgo es que, en busca de la naturalidad expresiva, se caiga, paradójicamente, en la artificiosidad, toda vez que la lengua adoptada no sea precisamente la que es propia del poeta, como puede verse en los casos de autores de una notable formación literaria que, al escribir poesía, lo hacen como si carecieran de esa cultura, adoptando el vocabulario que identifican como propio “de la calle”. Y, en último término, aunque tal vez sea el mayor peligro, otro riesgo es que los poetas ejerciten una especie de programática autocensura, eliminando de su léxico toda palabra que les suene demasiado “culta”.

No es una problemática sólo propia de la poesía argentina, ni reciente, como evidencia la siguiente observación de Iosif Brodsky, en su conferencia “Inusual semblante”, de 1987, leída en ocasión de la entrega del Premio Nobel: “Hoy día, por ejemplo, se halla muy extendida la opinión de que el escritor, en concreto el poeta, debería utilizar en su obra el lenguaje de la calle, el lenguaje de la masa. Pese a su apariencia democrática y a sus evidentes ventajas para el escritor, tal consigna representa un intento bastante absurdo de subordinar el arte, en este caso la literatura, a la historia.”

El tercer postulado, que tuvo un fuerte predicamento en la poesía de la segunda mitad del siglo XX, aunque en la actualidad haya decaído, podría ser definido como el de la “impersonalidad poética”. Tal postulado también tuvo como teorizador insigne a Eliot, quien en su ensayo “Tradition and the individual talent” planteaba que el crecimiento de un artista podía ser definido como “una progresiva extinción de la personalidad”. Entre nosotros, tal vez quien represente la poética basada en ese postulado de la manera más nítida e influyente sea Alberto Girri. Podemos ver en el origen de la reivindicación eliotiana de la impersonalidad una reacción clásica contra el persistente subjetivismo romántico inglés, mientras que en Girri una reacción contra el neorromanticismo de una de las tendencias más importantes en la poesía de su generación, la de los años 40, al igual que una personal voluntad ética y estética de raíz ascética.

Este postulado puede reconocerse por la reducción al mínimo de la presencia, cuando no erradicación, de la primera persona del singular en la poesía, a menos que ese “yo lírico” funcione más bien como un “yo dramático”, como una máscara teatral, a la manera del monólogo dramático, de larga e ilustre tradición en la poesía inglesa (como en Tennyson y Browning, como, entre nosotros, en el “Poema conjetural” de Borges); por la eliminación o la difuminación de todo rastro demasiado nítido de autobiografismo, así como la consiguiente estilización o rarefacción de los trazos de las circunstancias precisas de lugar y tiempo, salvo cuando éstas adquieren un carácter  escenográfico en el desarrollo de una acción que posee un carácter emblemático, simbólico. El propósito, evidentemente, es dotar al poema de una validez universal y hasta cierto punto intemporal (por eso puede hablarse de una poética clasicista, aunque su estilo se ponga en las antípodas del clasicismo).

Sé que la aproximación puede resultar extraña, pero me parece que una derivación de tal postulado impersonalista es posible encontrarla en el objetivismo, la corriente dominante en los años 80 y 90 en la Argentina, y de mayor influencia en las generaciones posteriores. Si bien esta tendencia se mantiene lejos de toda aspiración clásica en el orden estilístico, y si bien recurre al realismo y el coloquialismo, que les llega de sus maestros de los años 60, filtran de este legado lo que pudiera haber de confidencia y sobre todo de sentimentalidad: su empeño, podría decirse, no está puesto en conmover al lector, sino en hacerlo reflexionar, creando a través de escenas tomadas de la existencia cotidiana una suerte de “exempla” de tesis de carácter intelectual y de valor general. No debe asombrarnos que asignen a la poesía una función fundamentalmente cognoscitiva, más próxima de la reflexión filosófica que del lirismo: en efecto, su principal antagonista fue la lírica ―a la cual un vástago de esta tendencia declaró muerta― como expresión inmediata de la conmoción subjetiva.

Observaba antes que tal postulado impersonalista ha decaído en el presente, aunque de otros rasgos de la poética objetivista derive la escritura que predomina en la actualidad en el país: ésta prolonga su versolibrismo, su léxico conversacional, su realismo urbano y su antilirismo, pero recurre en cambio a un registro ahincadamente autobiográfico, casi en el límite del diario de vida en versos, sin temor a menudo de caer en la banalidad de las peripecias y los detalles concretos de una cotidianidad cuyo valor reside en que le han ocurrido a su autor, como pueden encontrarse, por ejemplo, en los “estados” de las redes sociales, cuyo efecto inmediato en los lectores depende más de la anécdota en sí misma, de su comicidad, su patetismo, su rareza asombrosa, su ingenio, etc., que del logro en la transfiguración estética de esa experiencia.

Por cierto, no todos estos postulados se dan siempre conjuntamente en las obras de los distintos autores del período, ni tampoco todos los autores del período pueden adscribirse a los mismos, particularmente a partir del nuevo siglo, cuando pareciera verificarse una mayor dispersión de las poéticas, de las búsquedas individuales (o tal vez la cercanía temporal aún nos impida ver sus características comunes). Por otra parte, trabajando en los límites de uno o varios de los parámetros que marcan tales postulados, como suele ocurrir en todo arte, hay poetas que han construido obras originales y valiosas.

Resulta preocupante, sin embargo, el carácter dogmático que pueden adquirir las poéticas fundadas en esos parámetros, lo cual conduce, como con cualquier dogma, a la configuración de un canon estilístico, más imperioso aún y persuasivo por presentarse todavía hoy como novedoso y “anticanónico”, y a la consiguiente artificiosidad epigonal de las obras que responden a sus dictados.

Así, el imperio del verso libre, ignorándose ya de qué se liberaba en sus orígenes, hace más de un siglo, ha producido una proliferación de poemas cuya división en versos responde a criterios visuales o sintácticos, pero raramente auditivos, lo cual los asemeja más a prosas cortadas aquí y allá, cuyas líneas no llegan al final del renglón, que a textos poéticos en los que la unidad del verso cumple una función rítmica.

El propósito de acercar la poesía lo más posible a la lengua hablada, en tanto, la acerca también hasta tal punto a la llaneza de la prosa, que recursos válidos de la escritura poética como la metáfora, el hipérbaton, el paralelismo, la hipálage, el quiasmo, etc., parecieran haberse vuelto recursos tácitamente prohibidos o ignorados por ese dogma prosaico, además de otros riesgos como los ya señalados, en particular aquél del empobrecimiento del lenguaje y del mundo aprehendido por ese lenguaje.

La mayor pérdida, por último, que ha acarreado el impersonalismo a la poesía argentina me parece la del lirismo. En efecto, se diría que una especie de pudor llevara a escamotear la expresión de lo más íntimo, precisamente ese núcleo doliente o dichoso que vuelve a la vez entrañable y memorable a un verso nacido desde esa profundidad, como aquel célebre “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!” de Vallejo. Es que, aun cuando los autores más jóvenes puedan recurrir al relato de experiencias personales, se nos ofrece la anécdota, referida incluso con lujo de detalles, pero es raro oír la voz de la emoción, sea ésta lo que fuere, y como observó con precisión Osip Mandelshtam, la escritura poética que se deja medir con la vara de la narración evidencia que las sábanas no han sido usadas, que ahí no pernoctó la poesía. Quiero decir: la pérdida del lirismo, la renuncia a la confidencia, a la entrega de la intimidad, es una pérdida que no me parece menor para la humanidad profunda de la poesía.

 

[En: “Fénix” N° 30, Editorial Brujas, Córdoba, 2022.

Para solicitar su envío a domicilio:

https://www.editorialbrujas.com.ar/home]



[1] “Aproximaciones a la traducción de poesía en la Argentina” (“Fénix” N° 21-22, Ediciones del Copista, Córdoba, 2007), “Nuevas aproximaciones a la traducción de poesía en la Argentina. Contribuciones a una cuestión polémica” (“Fénix” N° 24, Ediciones del Copista, Córdoba, 2009), “Diario del traductor. Venturas y desventuras de la traducción poética” (“Clarín” N° 83, Año XIV, Ediciones Nobel, Oviedo, 2009), “El dolor de Aquiles. Dificultades y desafíos de la poesía en el presente” (VV.AA., Dificultades de la poesía, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2010). Estos trabajos se encuentran reunidos, entre otros en los que se trata tangencialmente la problemática, en mi libro La poesía en el país de los monólogos paralelos. Ensayos sobre poesía argentina contemporánea (Editorial Brujas, Col. “Fénix”, Córdoba, 2014).


martes, 13 de junio de 2023

 

Victor Hugo

 

Dos poemas

a su hija Léopoldine (1824-1843)

en el último número de la revista Fénix

 

Versiones de Alejandro Bekes

 

 


 

 

 

I. Mañana, al alba...

 

Mañana, al alba, blancos los campos en la aurora,

partiré. Ya lo ves, sé bien que tú me esperas.

Andaré por los bosques, por montañas austeras.

Lejos de ti no puedo estar ya ni una hora.

 

Andaré, pensativo, fija en mí la mirada,

sin ver nada ni oír lo que afuera murmura,

solo, oscuro, encorvado, con las manos cruzadas,

triste, y para mí el día será la noche oscura.

 

No miraré ni el oro que la tarde derrumba

ni hacia Harfleur los veleros de lejano temblor.

Y cuando haya llegado, pondré sobre tu tumba

ramos de acebo verde y de brezos en flor.

 

[Las contemplaciones, Libro IV, XIV]

 

*

 

Demain, dès l’aube...

 

Demain, dès l’aube, à l’heure où blanchit la campagne,

Je partirai. Vois-tu, je sais que tu m’attends.

J’irai par la forêt, j’irai par la montagne.

Je ne puis demeurer loin de toi plus longtemps.

 

Je marcherai les yeux fixés sur mes pensées,

Sans rien voir au dehors, sans entendre aucun bruit,

Seul, inconnu, le dos courbé, les mains croisées,

Triste, et le jour pour moi sera comme la nuit.

 

Je ne regarderai ni l’or du soir qui tombe,

Ni les voiles au loin descendant vers Harfleur,

Et quand j’arriverai, je mettrai sur ta tombe

Un bouquet de houx vert et de bruyère en fleur.

 

[Les contemplations, Livre IV, XIV]


 


 

 

II. Cuando vivíamos unidos

 

Cuando vivíamos unidos

en las colinas de otro tiempo, donde

el agua fluye y el arbusto tiembla,

en la casa que linda con los bosques,

 

tenía ella diez años y yo treinta;

yo era para ella el universo.

¡Ah, cómo huele allí la hierba

bajo los verdes árboles inmensos!

 

Ella hacía próspera mi suerte,

ligera mi labor, azul mi cielo.

Cuando ella me decía: “Padre mío”,

todo de Dios se me llenaba el pecho.

 

A través de mis sueños sin medida

yo la escuchaba, alegre, hablar

y mi frente en la sombra se alumbraba

bajo la luz de su mirar.

 

Tenía el andar de una princesa

cuando yo la llevaba de la mano.

Buscaba sin cesar las flores

y sin cesar los pobres a su paso.

 

Solía dar como quien roba,

a los ojos de todos escondida.

Oh, aquella ropa tan modesta

que ella llevaba, ¿quién la olvidaría?

 

De noche, al lado de mi vela,

ella en sigilo murmuraba,

mientras a la ventana enrojecida

mariposas nocturnas se agolpaban.

 

Los ángeles en ella se miraban.

¡Qué deliciosa daba su buen día!

El cielo en las pupilas le había puesto

esa mirada que jamás mentía.

 

¡Oh, tan joven aún, en mi destino

yo la había visto aparecer!

¡Era la hija de mi aurora,

la estrella de mi amanecer!

 

Cuando la luna pura y clara

alumbraba las dulces estaciones,

¡cómo andábamos por el llano

y corríamos por los bosques!

 

Después, hacia la luz aislada

que señalaba nuestro hogar oscuro

volvíamos andando por el valle,

tras doblar el rincón del viejo muro.

 

Volvíamos hablando, deslumbrados,

del cielo y su magnífico dosel.

Yo componía esa joven alma

como la abeja hace su miel.

 

Siempre al llegar traía ella alegría,

ángel dulce de claro pensamiento…

¡Todas estas cosas pasaron

como la sombra y como el viento!

 

[Las contemplaciones, Libro IV, VI]

 

*

 

Quand nous habitions tous ensemble

 

Quand nous habitions tous ensemble

Sur nos collines d'autrefois,

Où l'eau court, où le buisson tremble,

Dans la maison qui touche aux bois,

 

Elle avait dix ans, et moi trente ;

J'étais pour elle l'univers.

Oh! comme l'herbe est odorante

Sous les arbres profonds et verts !

 

Elle faisait mon sort prospère,

Mon travail léger, mon ciel bleu.

Lorsqu'elle me disait: Mon père,

Tout mon cœur s'écriait : Mon Dieu !

 

À travers mes songes sans nombre,

J'écoutais son parler joyeux,

Et mon front s'éclairait dans l'ombre

À la lumière de ses yeux.

 

Elle avait l'air d'une princesse

Quand je la tenais par la main.

Elle cherchait des fleurs sans cesse

Et des pauvres dans le chemin.

 

Elle donnait comme on dérobe,

En se cachant aux yeux de tous.

Oh ! la belle petite robe

Qu'elle avait, vous rappelez-vous ?

 

Le soir, auprès de ma bougie,

Elle jasait à petit bruit,

Tandis qu'à la vitre rougie

Heurtaient les papillons de nuit.

 

Les anges se miraient en elle.

Que son bonjour était charmant !

Le ciel mettait dans sa prunelle

Ce regard qui jamais ne ment.

 

Oh! je l'avais, si jeune encore,

Vue apparaître en mon destin !

C'était l'enfant de mon aurore,

Et mon étoile du matin !

 

Quand la lune claire et sereine

Brillait aux cieux, dans ces beaux mois,

Comme nous allions dans la plaine !

Comme nous courions dans les bois !

 

Puis, vers la lumière isolée

Étoilant le logis obscur,

Nous revenions par la vallée

En tournant le coin du vieux mur ;

 

Nous revenions, cœurs pleins de flamme,

En parlant des splendeurs du ciel.

Je composais cette jeune âme

Comme l'abeille fait son miel.

 

Doux ange aux candides pensées,

Elle était gaie en arrivant... -

Toutes ces choses sont passées

Comme l'ombre et comme le vent !

 

[Les contemplations, Livre IV, VI]

 

Victor Hugo

 

 

Otros poemas de Victor Hugo,

en edición bilingüe, traducidos

y prologados por Alejandro Bekes,

en: “Fénix” N° 30, Año XXV,

Editorial Brujas, Córdoba, 2022.

 

[Para solicitar su envío a domicilio:

https://www.editorialbrujas.com.ar/home]