Ricardo H. Herrera
Cinco
poemas
de
Grupo de familia
El beso de Juan
El
dolor de estos años me ha cuarteado
la
piel y el corazón. Lo que fue blando
un
tiempo se hizo duro y dio comienzo
a
lo que denomino Edad de Hierro.
Templado
así de dura indiferencia,
amando
sin amor en lo profundo,
me
distancié de todos los humanos,
incluso
los ligados por la sangre.
Pero
hoy Juan, al que llamo El Jardinero
porque
ese es su trabajo este verano,
quebrantó
mi apatía con un beso.
No
esperaba del nieto tal ternura.
Pagado
su trabajo, que fue duro,
se
aproximó en silencio y al besarme
su
ser me conmovió de tal manera
que
sentí desplomarse mi armadura
forjada
en estos años implacables.
Recuperé
mi humanidad perdida
y
descubrí su alma verdadera,
mucho
más verdadera que la mía.
Fue
lección evangélica la suya;
me
devolvió a la vida en el jardín
ya
transformado en ámbito de luz.
Enmudecí.
Y fui padre otra vez.
*
A Julieta, en China
Reducido
a mi esencia, muerto el cuerpo,
iré
a tu encuentro en días apacibles;
mi
compañía leve será al fin
serena
transparencia de silencio.
Desprovista
de hechos y de dichos,
mi
presencia dispersa en pura ausencia
se
hará sutil como la eterna siesta
en
que moran los plátanos que amé.
Mi
ánima esquiva habitará en el bosque
del
corazón de pocos; seré pausa
del
vértigo del tiempo, seré huella
de
fugaces instantes inasibles.
Amor
correspondido enteramente
desde
la madrugada en que naciste,
sentimiento
leal y real ternura,
eso
seré en tus días por venir.
*
Tonada
Agustín,
sufridor, tu soledad
amistosa
se acerca hasta mi puerta;
tal
vez haya algún fruto de mi huerta
que
te pueda traer felicidad.
También
hay abandono en mi poesía
y
una vida quebrada que interroga;
puede
enjugar las lágrimas que ahogan
tu
garganta y la mía.
*
A Miranda, en Viena
Hoy
sábado, a la hora de la siesta,
escuché
nuevamente el andantino
de
la sonata en La menor de Schubert;
una
obra que trabajaste un tiempo,
en
los años de Villa Pueyrredón.
Alejado
del piano, la oía entonces
entornando
la puerta de mi cuarto.
Y
cuando, acompañando el instrumento,
en
voz baja entonabas su motivo,
la
creación extremaba su secreto:
retornaba
a su fuente, la poesía.
Nada
te distraía mientras ibas
por
la senda melódica perenne
trazada
por el músico vienés.
Arraigó
en mí, por ella, una confianza
sin
fin en las cadencias afectivas
de
nuestra voz humana cuando busca
la
gracia y el encanto de los seres
que
amamos tiernamente a la distancia;
esos
hijos que alumbran nuestra vida
con
un tenue fulgor de intimidad.
*
Una tumba
Lo
duro de la muerte es esperarla,
cada
día es un siglo en la demora.
Uno
sueña su tumba y su epitafio
sabiendo
que es inútil hacer planes.
Desearía
yacer en camposanto,
un
campo como el que hay en Los Hornillos,
apartado
del pueblo entre cipreses;
fue
lugar de paseo años atrás.
Terminaré
en la cripta familiar,
junto
con mis abuelos y mis padres;
es
lo más racional para los deudos,
aunque
inimaginable para mí.
Viví
solo y solo he de morir,
de
ahí el deseo absurdo que me ronda.
El
póstumo poema de mi cuerpo
rompiéndose
en lo ignoto: una colina,
lugar
claro y pacífico, muy bello.
Después
de tanta guerra con la nada,
amigarme
con ella mansamente
sería
honrosa capitulación.
Ricardo H. Herrera
[De:
Grupo de familia,
Editorial
Brujas, Col. “Fénix”, Córdoba, 2023]
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