Franco
Bordino
La incivilidad de los genios
Ya no es tan popular la idea
decimonónica de que el progreso entraña sacrificios, en alusión no al esfuerzo
personal sino a la obligatoriedad de algunas infamias. Tal circunstancia, creo
yo, es del todo accidental: no se debe a la pusilanimidad inherente de la
opinión mencionada; lo que ha perdido prestigio entre nosotros –interpreto–, es
la preeminencia de las causas comunes por sobre las personales, o, en otras
palabras, la preeminencia del Estado por sobre el individuo. Nosotros, los
hombres del siglo XXI, deploramos espontáneamente las guerras y cualquier
derramamiento de sangre en nombre de una causa de Estado nos resulta
abominable. Sin embargo, la justificación utilitaria de las bajezas, no ha
perdido todavía su popularidad, entre nosotros, en relación a las empresas
individuales.[1] Yo
dedico esta página a analizar el ejemplo más trivial y quizás más inofensivo de
este último fenómeno. Trataré la popular vindicación de la incivilidad y los
vicios de los hombres de genio. Tan popular es esta concepción, que no podemos
dejar de asociarla al significado de la palabra: solemos imaginarnos, bajo el
título de “genio”, a la par que un talento desproporcionado para alguna tarea,
una colección de hoscas y arbitrarias costumbres.
El sucedáneo más reciente de la
filosofía escéptica, sostiene que el significado de una palabra no es ninguna
entelequia abstracta o universal, sino el conjunto de los rituales sociales y
de las prácticas interactivas en los que empleamos esa palabra. Empezaré por
documentar algunos usos que justifican la pretendida connotación negativa de la
palabra “genio”, no porque esté convencido de la validez de este procedimiento,
sino porque creo que los otros –los de las etimologías y las definiciones– son
igual de convencionales.
La primera circunstancia que mencionaré,
es biográfica y personal. Un amigo me previno una vez sobre el probable fracaso
de mi trato con un literato, el director de un suplemento literario al que yo
me proponía enviarle unas traducciones; lo hizo de la siguiente manera:
advirtiéndome, con una sonrisa sarcástica, que el hombre era “medio genio”.
Consultó luego su epíteto con un tercero. El tercero sonrió y de inmediato lo
ratificó: “Sí, es medio genio”. La anécdota es trivial, pero fue importante
para mí: me reveló la existencia de la connotación negativa de la palabra
“genio”, pero sobre todo, una forma elegante y poco comprometedora del escarnio
(citar la imagen que una persona tiene de sí misma, sin interpolar ningún
comentario negativo). ¿Será necesario agregar que pude presentir de inmediato
–casi como confirmando la doctrina platónica de la rememoración de los
arquetipos a partir de estímulos deleznables– el dilatado silencio del
director, su abstracta y elusiva charlatanería, su aire despectivo y
altanero?
El segundo hecho, es público y
literario. Borges usó la palabra “genio” para denostar una película de Welles.
“No es inteligente –escribió–, es genial: en el sentido más nocturno y más
alemán de esta mala palabra”. Basta una ojeada a las obras de Hegel, de
Heidegger o de Kant para reconocer esa oscura y alemana genialidad a la que
alude el ciego. Su efecto principal es el respeto, a la par que una satisfecha
y generosa incomprensión de parte de sus lectores. En este caso, la incivilidad
que se reprocha al genio no es política sino intelectual: se trata de un estilo
árido y difícil, que el genio infligiría a su arte. Los apólogos de las
tinieblas alegan que la expresión intrincada es el medio inevitable para
aprehender las ideas más complejas y elevadas; sin embargo, el obstinado recelo
que ellos mismos suelen demostrar ante cualquier paráfrasis comprensible y
elegante –motivados comúnmente por el erróneo prejuicio de que toda
simplificación es una falsificación–, pone en evidencia su disimulado
dogmatismo.
La familiar connotación peyorativa de la
palabra “genio” no merma en absoluto el culto admirativo de los hombres
geniales, lo que prueba, si no la vindicación, al menos la justificación de sus
vicios y extravagancias. La doctrina de que estos últimos no son solamente
excusables, sino además imprescindibles para la actividad creativa del genio,
fue formulada y sostenida con mayor claridad y vehemencia que por nadie por el
poeta francés Arthur Rimbaud. Ya los románticos habían inmortalizado la figura
del genio como la de un hombre desdichado, que por su inteligencia y
sensibilidad extraordinarias no puede comunicarse con el resto de los hombres y
acaba excluido de su trato. Rimbaud solamente tuvo que invertir el orden de la
causa y del efecto: aquello que los románticos concebían como los signos
exteriores del genio –el sufrimiento y la marginalidad–, él lo propuso como el
medio esencial de su actividad creadora. Más precisamente, se propuso
convertirse en un canalla, en un loco o en un criminal, para ganar una visión
distorsionada de las cosas, para conseguir, a fuerza de trabajo, una radical originalidad.
Esta actitud paradójica –proponerse deliberadamente ser un genio, ser original
y revolucionar las reglas de un arte–, tan común entre los artistas de nuestra
época, no lo era en el siglo XIX, y es el legado particular de Arthur Rimbaud.
No juzgaré sobre el éxito o el fracaso
de esta empresa. El propio Rimbaud la desestimó. No faltan, sin embargo, los
epígonos que la celebran y que la renuevan incesantemente.
La literatura nos ofrece, no obstante,
una fábula elocuente sobre esta suerte de incivilidad del artista (en realidad,
es una abultada novela, pero lo es por la contingencia de haber sido escrita en
el siglo XIX; en el fondo, la historia es una fábula). Me permitiré interpolar
su resumen, ya que la considero más clarificadora sobre nuestro tema que
cualquier anécdota real.
El comienzo de nuestra historia es
policial: un estudiante mediocre y megalómano, con algún talento literario,
comete un homicidio con el objeto de asegurarse los fondos necesarios para
poder costear su carrera literaria. En preliminares y sospechosamente morbosas
cavilaciones, se convence a sí mismo de que el crimen está justificado, por ser
un medio necesario para la consumación de su genialidad. Una vez perpetrado el
robo y el asesinato, dicha consumación –el desarrollo exitoso del talento del
estudiante– nunca llega. Las canalladas y las bajezas, de las que el homicidio
fue sólo la última y la más extrema, no eran los medios imprescindibles para un
fin superior, sino los penosos simulacros montados por el estudiante para
convencerse a sí mismo de su predestinación a la grandeza. Finalmente, el
homicida presiente oscuramente esta verdad, y empieza a cometer torpezas
inauditas hasta quedar acorralado por las autoridades. Sobre el final de su
novela, Dostoievski nos muestra a un Raskolnikov menos atormentado por la culpa
de haber matado a una anciana indefensa que por la revelación de su farsa y de
su propia mediocridad. La novela –Crimen
y castigo– es inverosímil: sus personajes (no sólo el protagonista) son
exageradamente reflexivos; actúan siempre como si respondieran a alguna teoría,
la que no demoran en explicar. La fábula, sin embargo, es perfecta: esboza con
claridad e inteligencia una sutil moraleja. Demuestra que el crimen y la
incivilidad sirven menos de estímulo para el genio que la genialidad de
justificación para los sociópatas vulgares.
Agregaré una última anécdota. Me fue
referida, hace ya algunos años, por un compañero de estudios de la universidad.
Existe en el ámbito académico de la
filosofía –junto a muchas otras no menos arbitrarias que ésta– una secta de
profesores y de alumnos que se interesa más en las estructuras formales del
lenguaje y de los razonamientos que en las explicaciones fantásticas del
universo y de la existencia. Cultivan la lógica, la epistemología y, por una
afinidad temática o psicológica que yo no comprendo y que no puedo explicar,
también las matemáticas. Uno de los miembros de esta secta, un joven estudiante
de dudosa inteligencia, pero de ostensible arrogancia y vulgaridad, presumía ante
sus compañeros haber sido diagnosticado con Asperger en su infancia, un tipo de
autismo que tuvieron algunos genios matemáticos y que, indisimulablemente, lo
enorgullecía compartir con ellos. A sus compañeros, por diversos indicios que
su frecuentación fue revelándoles, pronto empezó a resultarles inevitable la
idea de que su nerviosa antipatía era deliberada. A falta del descubrimiento de
algún teorema brillante, el muchacho lucía su insociabilidad con orgullo, como
si se tratase de un premio o de una medalla en matemáticas.
La historia registra el caso de genios
que fueron buenas personas o intentaron serlo, con un esmero no menor al que
dedicaron al cultivo de sus facultades. Lamentablemente, también registra el
caso de genios que pretendieron excusar sus miserias con su talento (evito
nombres, para no apadrinar ninguna controversia). No registra, en cambio, –por
ser olvidables– los casos de los hombres mezquinos y ordinarios que se dan
aires de genio, pero que podemos conocer, sin su auxilio, por nuestra
experiencia directa. Razonablemente, a los únicos que conviene la teoría de que
las bajezas y los vicios potencian la creatividad intelectual o artística es a
estos últimos. La teoría es probablemente falsa y, sostenerla, cuando menos,
extiende sórdidas sospechas sobre sus defensores. Sería razonable considerarla
–creo yo–, de una vez por todas, convenientemente desacreditada. No puedo
presumir haber llevado a cabo en estas páginas su refutación (ni siquiera la he
intentado), pero creo que el breve bestiario que he compilado de patéticas
criaturas afectadas por su perniciosa influencia es lo suficientemente
sugestivo como para disuadir de ella a más de un incauto. Me conformo con haber
formulado esta oblicua reconvención.
[1] Las empresas políticas, increíblemente, por como las percibe nuestra
sensibilidad y por como las realiza nuestra costumbre, casan mejor con estas
últimas –las empresas particulares– que con las primeras –las empresas
públicas–: los políticos y sus partidarios no repudian el fraude y el robo si
son indispensables para vencer al bando al que se oponen. Se comportan, en
estos casos, como si la política no fuese la vigilancia del bien común, sino la
causa privada de un grupo de particulares contra otro. No sé cuáles puedan ser los
límites geográficos de la propagación de esta idiosincrasia, pero considero
dispensable –por resultar evidente– asentar aquí el nombre del país en que se
ejerce con notoriedad.
[En: “Fénix” N° 30, Editorial Brujas, Córdoba, 2022.
Para solicitar su envío a domicilio:
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