lunes, 22 de mayo de 2023

 

Franco Bordino

 

La incivilidad de los genios

 



Ya no es tan popular la idea decimonónica de que el progreso entraña sacrificios, en alusión no al esfuerzo personal sino a la obligatoriedad de algunas infamias. Tal circunstancia, creo yo, es del todo accidental: no se debe a la pusilanimidad inherente de la opinión mencionada; lo que ha perdido prestigio entre nosotros –interpreto–, es la preeminencia de las causas comunes por sobre las personales, o, en otras palabras, la preeminencia del Estado por sobre el individuo. Nosotros, los hombres del siglo XXI, deploramos espontáneamente las guerras y cualquier derramamiento de sangre en nombre de una causa de Estado nos resulta abominable. Sin embargo, la justificación utilitaria de las bajezas, no ha perdido todavía su popularidad, entre nosotros, en relación a las empresas individuales.[1] Yo dedico esta página a analizar el ejemplo más trivial y quizás más inofensivo de este último fenómeno. Trataré la popular vindicación de la incivilidad y los vicios de los hombres de genio. Tan popular es esta concepción, que no podemos dejar de asociarla al significado de la palabra: solemos imaginarnos, bajo el título de “genio”, a la par que un talento desproporcionado para alguna tarea, una colección de hoscas y arbitrarias costumbres.

El sucedáneo más reciente de la filosofía escéptica, sostiene que el significado de una palabra no es ninguna entelequia abstracta o universal, sino el conjunto de los rituales sociales y de las prácticas interactivas en los que empleamos esa palabra. Empezaré por documentar algunos usos que justifican la pretendida connotación negativa de la palabra “genio”, no porque esté convencido de la validez de este procedimiento, sino porque creo que los otros –los de las etimologías y las definiciones– son igual de convencionales. 

La primera circunstancia que mencionaré, es biográfica y personal. Un amigo me previno una vez sobre el probable fracaso de mi trato con un literato, el director de un suplemento literario al que yo me proponía enviarle unas traducciones; lo hizo de la siguiente manera: advirtiéndome, con una sonrisa sarcástica, que el hombre era “medio genio”. Consultó luego su epíteto con un tercero. El tercero sonrió y de inmediato lo ratificó: “Sí, es medio genio”. La anécdota es trivial, pero fue importante para mí: me reveló la existencia de la connotación negativa de la palabra “genio”, pero sobre todo, una forma elegante y poco comprometedora del escarnio (citar la imagen que una persona tiene de sí misma, sin interpolar ningún comentario negativo). ¿Será necesario agregar que pude presentir de inmediato –casi como confirmando la doctrina platónica de la rememoración de los arquetipos a partir de estímulos deleznables– el dilatado silencio del director, su abstracta y elusiva charlatanería, su aire despectivo y altanero?    

El segundo hecho, es público y literario. Borges usó la palabra “genio” para denostar una película de Welles. “No es inteligente –escribió–, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra”. Basta una ojeada a las obras de Hegel, de Heidegger o de Kant para reconocer esa oscura y alemana genialidad a la que alude el ciego. Su efecto principal es el respeto, a la par que una satisfecha y generosa incomprensión de parte de sus lectores. En este caso, la incivilidad que se reprocha al genio no es política sino intelectual: se trata de un estilo árido y difícil, que el genio infligiría a su arte. Los apólogos de las tinieblas alegan que la expresión intrincada es el medio inevitable para aprehender las ideas más complejas y elevadas; sin embargo, el obstinado recelo que ellos mismos suelen demostrar ante cualquier paráfrasis comprensible y elegante –motivados comúnmente por el erróneo prejuicio de que toda simplificación es una falsificación–, pone en evidencia su disimulado dogmatismo.       

La familiar connotación peyorativa de la palabra “genio” no merma en absoluto el culto admirativo de los hombres geniales, lo que prueba, si no la vindicación, al menos la justificación de sus vicios y extravagancias. La doctrina de que estos últimos no son solamente excusables, sino además imprescindibles para la actividad creativa del genio, fue formulada y sostenida con mayor claridad y vehemencia que por nadie por el poeta francés Arthur Rimbaud. Ya los románticos habían inmortalizado la figura del genio como la de un hombre desdichado, que por su inteligencia y sensibilidad extraordinarias no puede comunicarse con el resto de los hombres y acaba excluido de su trato. Rimbaud solamente tuvo que invertir el orden de la causa y del efecto: aquello que los románticos concebían como los signos exteriores del genio –el sufrimiento y la marginalidad–, él lo propuso como el medio esencial de su actividad creadora. Más precisamente, se propuso convertirse en un canalla, en un loco o en un criminal, para ganar una visión distorsionada de las cosas, para conseguir, a fuerza de trabajo, una radical originalidad. Esta actitud paradójica –proponerse deliberadamente ser un genio, ser original y revolucionar las reglas de un arte–, tan común entre los artistas de nuestra época, no lo era en el siglo XIX, y es el legado particular de Arthur Rimbaud.

No juzgaré sobre el éxito o el fracaso de esta empresa. El propio Rimbaud la desestimó. No faltan, sin embargo, los epígonos que la celebran y que la renuevan incesantemente.

La literatura nos ofrece, no obstante, una fábula elocuente sobre esta suerte de incivilidad del artista (en realidad, es una abultada novela, pero lo es por la contingencia de haber sido escrita en el siglo XIX; en el fondo, la historia es una fábula). Me permitiré interpolar su resumen, ya que la considero más clarificadora sobre nuestro tema que cualquier anécdota real.

El comienzo de nuestra historia es policial: un estudiante mediocre y megalómano, con algún talento literario, comete un homicidio con el objeto de asegurarse los fondos necesarios para poder costear su carrera literaria. En preliminares y sospechosamente morbosas cavilaciones, se convence a sí mismo de que el crimen está justificado, por ser un medio necesario para la consumación de su genialidad. Una vez perpetrado el robo y el asesinato, dicha consumación –el desarrollo exitoso del talento del estudiante– nunca llega. Las canalladas y las bajezas, de las que el homicidio fue sólo la última y la más extrema, no eran los medios imprescindibles para un fin superior, sino los penosos simulacros montados por el estudiante para convencerse a sí mismo de su predestinación a la grandeza. Finalmente, el homicida presiente oscuramente esta verdad, y empieza a cometer torpezas inauditas hasta quedar acorralado por las autoridades. Sobre el final de su novela, Dostoievski nos muestra a un Raskolnikov menos atormentado por la culpa de haber matado a una anciana indefensa que por la revelación de su farsa y de su propia mediocridad. La novela –Crimen y castigo– es inverosímil: sus personajes (no sólo el protagonista) son exageradamente reflexivos; actúan siempre como si respondieran a alguna teoría, la que no demoran en explicar. La fábula, sin embargo, es perfecta: esboza con claridad e inteligencia una sutil moraleja. Demuestra que el crimen y la incivilidad sirven menos de estímulo para el genio que la genialidad de justificación para los sociópatas vulgares.

Agregaré una última anécdota. Me fue referida, hace ya algunos años, por un compañero de estudios de la universidad.

Existe en el ámbito académico de la filosofía –junto a muchas otras no menos arbitrarias que ésta– una secta de profesores y de alumnos que se interesa más en las estructuras formales del lenguaje y de los razonamientos que en las explicaciones fantásticas del universo y de la existencia. Cultivan la lógica, la epistemología y, por una afinidad temática o psicológica que yo no comprendo y que no puedo explicar, también las matemáticas. Uno de los miembros de esta secta, un joven estudiante de dudosa inteligencia, pero de ostensible arrogancia y vulgaridad, presumía ante sus compañeros haber sido diagnosticado con Asperger en su infancia, un tipo de autismo que tuvieron algunos genios matemáticos y que, indisimulablemente, lo enorgullecía compartir con ellos. A sus compañeros, por diversos indicios que su frecuentación fue revelándoles, pronto empezó a resultarles inevitable la idea de que su nerviosa antipatía era deliberada. A falta del descubrimiento de algún teorema brillante, el muchacho lucía su insociabilidad con orgullo, como si se tratase de un premio o de una medalla en matemáticas.   

La historia registra el caso de genios que fueron buenas personas o intentaron serlo, con un esmero no menor al que dedicaron al cultivo de sus facultades. Lamentablemente, también registra el caso de genios que pretendieron excusar sus miserias con su talento (evito nombres, para no apadrinar ninguna controversia). No registra, en cambio, –por ser olvidables– los casos de los hombres mezquinos y ordinarios que se dan aires de genio, pero que podemos conocer, sin su auxilio, por nuestra experiencia directa. Razonablemente, a los únicos que conviene la teoría de que las bajezas y los vicios potencian la creatividad intelectual o artística es a estos últimos. La teoría es probablemente falsa y, sostenerla, cuando menos, extiende sórdidas sospechas sobre sus defensores. Sería razonable considerarla –creo yo–, de una vez por todas, convenientemente desacreditada. No puedo presumir haber llevado a cabo en estas páginas su refutación (ni siquiera la he intentado), pero creo que el breve bestiario que he compilado de patéticas criaturas afectadas por su perniciosa influencia es lo suficientemente sugestivo como para disuadir de ella a más de un incauto. Me conformo con haber formulado esta oblicua reconvención.



[1] Las empresas políticas, increíblemente, por como las percibe nuestra sensibilidad y por como las realiza nuestra costumbre, casan mejor con estas últimas –las empresas particulares– que con las primeras –las empresas públicas–: los políticos y sus partidarios no repudian el fraude y el robo si son indispensables para vencer al bando al que se oponen. Se comportan, en estos casos, como si la política no fuese la vigilancia del bien común, sino la causa privada de un grupo de particulares contra otro. No sé cuáles puedan ser los límites geográficos de la propagación de esta idiosincrasia, pero considero dispensable –por resultar evidente– asentar aquí el nombre del país en que se ejerce con notoriedad. 


[En: “Fénix” N° 30, Editorial Brujas, Córdoba, 2022.

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