jueves, 25 de mayo de 2023

 

Juan Martín Suriani

 

Tres poemas

en el último número

de la revista “Fénix”

 

 


 

ARTE POÉTICA

 

                             a Jorge Leónidas Escudero,

                             poeta y minero

 

Buscar, abrirse paso, ir horadando

la vasta geografía del lenguaje

a través de estallados corredores.

Desenterrar las voces primigenias,

separar lo esencial de lo accesorio,

calar hacia el filón del enunciado

y regresar hasta la superficie

con el poema a cuestas y sentir

que así y todo no alcanza y descender

una vez más al socavón abierto

hacia la incierta posibilidad

de decir, de una vez y para siempre,

lo que no ha sido dicho todavía.

 

*

 

EPIFANÍA

 

Ante la absorta mirada de mi hija

es la primera vez

que está cayendo agua desde el cielo.

Quien observa sus gestos, su sonrisa

los torpes movimientos asombrados

con que transita entre el barro y los charcos,

es testigo de la restauración

de un rito prodigioso por el cual

siglos atrás nacieron Seth, Paryania

Tlaloc, Heindall, Shenglon, Taka-Okami:

deslumbrante y sutil epifanía

que los años irán desencantando

hasta que ese milagro tenga un nombre

y la lluvia no sea más que un hecho

vulgar y cotidiano que instará

a esta niña ya adulta a hacer lo mismo

que hace su padre hoy:

cerrar, una tras otra, las ventanas

y ponerse a resguardo bajo techo.

 

*

 

ÉPICOS

 

                a nuestros abuelos, inmigrantes

 

Considerando el paso de los años

aquello en que devino su destino

así y todo es posible

sentir, considerar

que existe algo de épico en sus vidas.

Pueden hablar de noches genovesas

de aldeas sicilianas

infancias andaluzas.

Pueden hablar de un viaje,

un largo derrotero coronado

por esa incertidumbre

de no saber hacia dónde llevaba

aquel barco que alguna tarde el hambre

les obligó a abordar en la esperanza

de arribar a una tierra generosa.

Pueden hablar de oscuros conventillos

de sórdidos oficios

de frío y de nostalgia por las noches.

Pueden referirse al extrañamiento

de ser un inmigrante

y escuchar a sus hijos

pronunciar un idioma diferente.

Pueden hacer mención al sindicato

al periódico obrero

a huelgas generales y proclamas.

Tienen autoridad

para añorar a Justo o a Yrigoyen,

para hablar de la Ley de Residencia,

de Buenos Aires sin el obelisco,

de la fiebre amarilla

o de la papeleta de conchavo.

Vivieron esos años

en que el país crecía y renunciaba

a su pasado hispano

en aras de un progreso indefinido.

Tal vez fueron amigos de algún gaucho

de un judío anarquista

de una puta francesa o un polaco.

Tal vez bailaron tango entre muchachos

escucharon los negros tamboriles

se batieron a duelo en una esquina.

Sus historias atrapan,

mantienen las miradas expectantes

de cuantos los escuchan.

Ahora que están viejos,

que son tan sólo una mirada opaca,

una voz indecisa,

un gesto resignado,

se puede interpretar que acaso sean

el fracaso de un sueño,

los grises testigos de un país

que no llegó a cumplir lo que anunciaba.

 

Pero aun así hay algo en esas vidas

que sus nietos jamás poseeremos.

 

Juan Martín Suriani

 

Juan Martín Suriani  nació en San Luis, Argentina, en 1978. Es Licenciado y profesor de historia por la Universidad Nacional de Cuyo, donde actualmente desempeña tareas docentes. Ha publicado A esa voz (Poemas, Botella al mar, Bs.As., 2015) y La casa de las tías (Premio de novela Gran Certamen Vendimia, Mendoza, 2018).

 

[Otros poemas de Juan Martín Suriani, en:

“Fénix” N° 30, Editorial Brujas, Córdoba, 2022.

Para solicitar su envío a domicilio:

https://www.editorialbrujas.com.ar/home]





lunes, 22 de mayo de 2023

 

Franco Bordino

 

La incivilidad de los genios

 



Ya no es tan popular la idea decimonónica de que el progreso entraña sacrificios, en alusión no al esfuerzo personal sino a la obligatoriedad de algunas infamias. Tal circunstancia, creo yo, es del todo accidental: no se debe a la pusilanimidad inherente de la opinión mencionada; lo que ha perdido prestigio entre nosotros –interpreto–, es la preeminencia de las causas comunes por sobre las personales, o, en otras palabras, la preeminencia del Estado por sobre el individuo. Nosotros, los hombres del siglo XXI, deploramos espontáneamente las guerras y cualquier derramamiento de sangre en nombre de una causa de Estado nos resulta abominable. Sin embargo, la justificación utilitaria de las bajezas, no ha perdido todavía su popularidad, entre nosotros, en relación a las empresas individuales.[1] Yo dedico esta página a analizar el ejemplo más trivial y quizás más inofensivo de este último fenómeno. Trataré la popular vindicación de la incivilidad y los vicios de los hombres de genio. Tan popular es esta concepción, que no podemos dejar de asociarla al significado de la palabra: solemos imaginarnos, bajo el título de “genio”, a la par que un talento desproporcionado para alguna tarea, una colección de hoscas y arbitrarias costumbres.

El sucedáneo más reciente de la filosofía escéptica, sostiene que el significado de una palabra no es ninguna entelequia abstracta o universal, sino el conjunto de los rituales sociales y de las prácticas interactivas en los que empleamos esa palabra. Empezaré por documentar algunos usos que justifican la pretendida connotación negativa de la palabra “genio”, no porque esté convencido de la validez de este procedimiento, sino porque creo que los otros –los de las etimologías y las definiciones– son igual de convencionales. 

La primera circunstancia que mencionaré, es biográfica y personal. Un amigo me previno una vez sobre el probable fracaso de mi trato con un literato, el director de un suplemento literario al que yo me proponía enviarle unas traducciones; lo hizo de la siguiente manera: advirtiéndome, con una sonrisa sarcástica, que el hombre era “medio genio”. Consultó luego su epíteto con un tercero. El tercero sonrió y de inmediato lo ratificó: “Sí, es medio genio”. La anécdota es trivial, pero fue importante para mí: me reveló la existencia de la connotación negativa de la palabra “genio”, pero sobre todo, una forma elegante y poco comprometedora del escarnio (citar la imagen que una persona tiene de sí misma, sin interpolar ningún comentario negativo). ¿Será necesario agregar que pude presentir de inmediato –casi como confirmando la doctrina platónica de la rememoración de los arquetipos a partir de estímulos deleznables– el dilatado silencio del director, su abstracta y elusiva charlatanería, su aire despectivo y altanero?    

El segundo hecho, es público y literario. Borges usó la palabra “genio” para denostar una película de Welles. “No es inteligente –escribió–, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra”. Basta una ojeada a las obras de Hegel, de Heidegger o de Kant para reconocer esa oscura y alemana genialidad a la que alude el ciego. Su efecto principal es el respeto, a la par que una satisfecha y generosa incomprensión de parte de sus lectores. En este caso, la incivilidad que se reprocha al genio no es política sino intelectual: se trata de un estilo árido y difícil, que el genio infligiría a su arte. Los apólogos de las tinieblas alegan que la expresión intrincada es el medio inevitable para aprehender las ideas más complejas y elevadas; sin embargo, el obstinado recelo que ellos mismos suelen demostrar ante cualquier paráfrasis comprensible y elegante –motivados comúnmente por el erróneo prejuicio de que toda simplificación es una falsificación–, pone en evidencia su disimulado dogmatismo.       

La familiar connotación peyorativa de la palabra “genio” no merma en absoluto el culto admirativo de los hombres geniales, lo que prueba, si no la vindicación, al menos la justificación de sus vicios y extravagancias. La doctrina de que estos últimos no son solamente excusables, sino además imprescindibles para la actividad creativa del genio, fue formulada y sostenida con mayor claridad y vehemencia que por nadie por el poeta francés Arthur Rimbaud. Ya los románticos habían inmortalizado la figura del genio como la de un hombre desdichado, que por su inteligencia y sensibilidad extraordinarias no puede comunicarse con el resto de los hombres y acaba excluido de su trato. Rimbaud solamente tuvo que invertir el orden de la causa y del efecto: aquello que los románticos concebían como los signos exteriores del genio –el sufrimiento y la marginalidad–, él lo propuso como el medio esencial de su actividad creadora. Más precisamente, se propuso convertirse en un canalla, en un loco o en un criminal, para ganar una visión distorsionada de las cosas, para conseguir, a fuerza de trabajo, una radical originalidad. Esta actitud paradójica –proponerse deliberadamente ser un genio, ser original y revolucionar las reglas de un arte–, tan común entre los artistas de nuestra época, no lo era en el siglo XIX, y es el legado particular de Arthur Rimbaud.

No juzgaré sobre el éxito o el fracaso de esta empresa. El propio Rimbaud la desestimó. No faltan, sin embargo, los epígonos que la celebran y que la renuevan incesantemente.

La literatura nos ofrece, no obstante, una fábula elocuente sobre esta suerte de incivilidad del artista (en realidad, es una abultada novela, pero lo es por la contingencia de haber sido escrita en el siglo XIX; en el fondo, la historia es una fábula). Me permitiré interpolar su resumen, ya que la considero más clarificadora sobre nuestro tema que cualquier anécdota real.

El comienzo de nuestra historia es policial: un estudiante mediocre y megalómano, con algún talento literario, comete un homicidio con el objeto de asegurarse los fondos necesarios para poder costear su carrera literaria. En preliminares y sospechosamente morbosas cavilaciones, se convence a sí mismo de que el crimen está justificado, por ser un medio necesario para la consumación de su genialidad. Una vez perpetrado el robo y el asesinato, dicha consumación –el desarrollo exitoso del talento del estudiante– nunca llega. Las canalladas y las bajezas, de las que el homicidio fue sólo la última y la más extrema, no eran los medios imprescindibles para un fin superior, sino los penosos simulacros montados por el estudiante para convencerse a sí mismo de su predestinación a la grandeza. Finalmente, el homicida presiente oscuramente esta verdad, y empieza a cometer torpezas inauditas hasta quedar acorralado por las autoridades. Sobre el final de su novela, Dostoievski nos muestra a un Raskolnikov menos atormentado por la culpa de haber matado a una anciana indefensa que por la revelación de su farsa y de su propia mediocridad. La novela –Crimen y castigo– es inverosímil: sus personajes (no sólo el protagonista) son exageradamente reflexivos; actúan siempre como si respondieran a alguna teoría, la que no demoran en explicar. La fábula, sin embargo, es perfecta: esboza con claridad e inteligencia una sutil moraleja. Demuestra que el crimen y la incivilidad sirven menos de estímulo para el genio que la genialidad de justificación para los sociópatas vulgares.

Agregaré una última anécdota. Me fue referida, hace ya algunos años, por un compañero de estudios de la universidad.

Existe en el ámbito académico de la filosofía –junto a muchas otras no menos arbitrarias que ésta– una secta de profesores y de alumnos que se interesa más en las estructuras formales del lenguaje y de los razonamientos que en las explicaciones fantásticas del universo y de la existencia. Cultivan la lógica, la epistemología y, por una afinidad temática o psicológica que yo no comprendo y que no puedo explicar, también las matemáticas. Uno de los miembros de esta secta, un joven estudiante de dudosa inteligencia, pero de ostensible arrogancia y vulgaridad, presumía ante sus compañeros haber sido diagnosticado con Asperger en su infancia, un tipo de autismo que tuvieron algunos genios matemáticos y que, indisimulablemente, lo enorgullecía compartir con ellos. A sus compañeros, por diversos indicios que su frecuentación fue revelándoles, pronto empezó a resultarles inevitable la idea de que su nerviosa antipatía era deliberada. A falta del descubrimiento de algún teorema brillante, el muchacho lucía su insociabilidad con orgullo, como si se tratase de un premio o de una medalla en matemáticas.   

La historia registra el caso de genios que fueron buenas personas o intentaron serlo, con un esmero no menor al que dedicaron al cultivo de sus facultades. Lamentablemente, también registra el caso de genios que pretendieron excusar sus miserias con su talento (evito nombres, para no apadrinar ninguna controversia). No registra, en cambio, –por ser olvidables– los casos de los hombres mezquinos y ordinarios que se dan aires de genio, pero que podemos conocer, sin su auxilio, por nuestra experiencia directa. Razonablemente, a los únicos que conviene la teoría de que las bajezas y los vicios potencian la creatividad intelectual o artística es a estos últimos. La teoría es probablemente falsa y, sostenerla, cuando menos, extiende sórdidas sospechas sobre sus defensores. Sería razonable considerarla –creo yo–, de una vez por todas, convenientemente desacreditada. No puedo presumir haber llevado a cabo en estas páginas su refutación (ni siquiera la he intentado), pero creo que el breve bestiario que he compilado de patéticas criaturas afectadas por su perniciosa influencia es lo suficientemente sugestivo como para disuadir de ella a más de un incauto. Me conformo con haber formulado esta oblicua reconvención.



[1] Las empresas políticas, increíblemente, por como las percibe nuestra sensibilidad y por como las realiza nuestra costumbre, casan mejor con estas últimas –las empresas particulares– que con las primeras –las empresas públicas–: los políticos y sus partidarios no repudian el fraude y el robo si son indispensables para vencer al bando al que se oponen. Se comportan, en estos casos, como si la política no fuese la vigilancia del bien común, sino la causa privada de un grupo de particulares contra otro. No sé cuáles puedan ser los límites geográficos de la propagación de esta idiosincrasia, pero considero dispensable –por resultar evidente– asentar aquí el nombre del país en que se ejerce con notoriedad. 


[En: “Fénix” N° 30, Editorial Brujas, Córdoba, 2022.

Para solicitar su envío a domicilio:

https://www.editorialbrujas.com.ar/home]





lunes, 15 de mayo de 2023

 

Venecia


Un poema de Laura Chalar

en el último número

de la revista “Fénix”

 

 


Venecia

 

I.

 

Sobre Venecia no me está permitido decir nada

se hunde la ciudad bajo el peso de las cartas

 

                   hoy toda la luz se dio cita en el Canal

           y los gondoleros guardaron un minuto de silencio

  

una muchacha enferma se agosta tras su balcón

aquí sigue viniendo la gente a morir

 

alas de paloma me rozan sobre el Rialto.

 

 

II.

 

Abrir los ojos en Venecia y llovizna

anoche un tráfico extraño me surcó el costado

                       

                                                          

al otro lado hay una pared rosa,

una ventana verde y una gárgola

 

podría estirar el brazo y quizá tocarla

hoy será un buen día, dice la gárgola.

 

 

III.

 

Venecia, una rubia de Tiziano,

olvidó hace mucho su mañana de esponsales

 

 

aunque el Dux siga arrojando su anillo a las aguas

de la laguna variable, que debe ser propiciada.

 

 

IV.

 

Ca’ Rezzonico se cimbrea bajo mis pies

esto pasa siempre, dice la cuidadora

 

he sido invitada a un cuadro de Pietro Longhi

por una cábala de enmascarados licenciosos

 

                              en toda pesadilla está el momento horrible

               en que los doctores de la peste descubren sus rostros

  

el santo y seña es Tomà, si pudiera acordarme.

 

 

V.

 

Aquí en Venecia llevo mi vestido estampado con lazo

y cruzo todos los puentes como un ángel

ni dama Mocenigo ni ramera

 

             en San Vidal me enamoro de un violinista de mal genio

                              y pienso Guglielmo  durante un día y su noche.

 

 

  

VI.

 

Sólo queda un café abierto en Giudecca

y mamá querría caminar un poco más

(infunden rosa los reflejos)

 

a la vuelta, San Giorgio arde como un espejismo

la Salute es una novia vaporosa.

 

  

VII.

 

Florian es el lugar donde los mozos miran mal

y recuerdan las gloriosas propinas de Byron

 

          un jovencito inglés, un conde ateo y un demente

             brindan hacia el espejo con vasos de rosolio

  

la gente a la moda no sale sin su máscara

crecen las chances en forma exponencial

hasta el Dux ha sido visto persiguiendo faldas

 

tú no frecuentarías estas salas rococó

 

(no dejes que me muera

sin haber vuelto a mirarte).

 

 

VIII.

 

Y cada noche en el campiello

 

bajo la gran luna inmóvil

delatora de zaguanes

 

 

las casas se lavan de miradas obscenas

y asoma en la piedra un vestigio de agua.

 

 

IX.

 

Acerca de Venecia es menester silencio

mengua la ciudad tras una bruma de voces

 

nadie despierte a la luz sobre la lengua del Canal

il buon tempo verrà, dijo la gárgola.

 

  

Laura Chalar

 

[En “Fénix” N° 30,

Editorial Brujas, Córdoba, 2022.

Para solicitar su envío a domicilio:

https://www.editorialbrujas.com.ar/home]