LIBROS
RECIBIDOS
ANTONIO
REQUENI
Poesía reunida
Antonio Requeni por Antonio Berni |
PIEDRA
LIBRE
El
padre juega con sus criaturas.
La
cara vuelta contra la pared
y
el brazo levantado hasta los ojos,
está
contando como si llorara.
Y
mientras cuenta sus criaturas crecen,
van
por el mundo, suben escaleras,
se
enamoran o estudian geografía.
Cuando
termina de contar, el padre
entra
en los cuartos y revisa muebles.
Apenas
ve. ¿Quién apagó las luces?
Su
voz, que ha enronquecido, los invita
a
dejar de una vez sus escondites.
Y
los hijos regresan, jubilosos.
¡Cómo
han crecido! Son casi tan altos
como
los sueños que en su juventud
solían
desvelarlo dulcemente.
¡A
contar! ¡A contar! ―exclama el padre.
(Los
grandes siempre vuelven a ser niños).
Y
los hijos se apoyan contra el muro,
hunden
la frente entre los brazos. Cuentan.
Y
mientras cuentan ―once, doce, trece…―
el
padre se va haciendo pequeñito.
Cuando
terminan de contar lo buscan.
Lo
buscan pero el padre no aparece.
Se
ha escondido debajo de la tierra.
*
LIMA
En
Lima nunca llueve,
por
eso lavan las estatuas
que
se alzan, como náufragos, del polvo.
En
Lima hay muchos templos con altares
de
plata y oro. Y por la calle cholas
llevando
un hijo y el destino a cuestas
(nada
sueñan o aguardan sino, acaso,
la
total indigencia de la muerte).
En
Lima aún hay palacios y mansiones
con
balcones y rejas voladizas.
Pero
todos los pájaros se han ido.
En
Lima compran huacos los turistas
y
visitan los restos de Pizarro.
Aquí
habitó de niña Santa Rosa.
Allá
la casquivana Perricholi.
Merodean
mendigos
los
espesos mercados, las iglesias.
En
Lima vivió Arguedas; yo iba a verlo
cuando
el Cholo Valencia me detuvo.
“Se
suicidó ―me dijo― esta mañana”.
*
EL
CISNE DE TUONELA
(Sibelius)
Mientras
los hombres duermen
como
en su cápsula el gusano,
ya
sin amor y sin nostalgia, altivo,
su
imagen se desliza en las extáticas
ondas
nocturnas de la música.
Al
frágil resplandor se yergue el tallo
de
su cuello, su cuello que aún sostiene
dos
encendidos jaspes y una boca
que
modula la lúgubre elegía.
Blanco
espectro, jazmín de las tinieblas,
lejano
y desdeñoso
como
un alma que fluye
por
las aguas del río de la muerte.
Sólo
su estela de misterio
queda
temblando en la penumbra.
Lento,
profundo, numinoso
silencio
de la noche en las orillas.
*
MARIANA
Mi
mano tiembla al escribir tu nombre.
Fue
tan breve tu sueño.
Cuerpo
que apenas proyectaba sombra
sobre
el diurno milagro de la luz,
y
de pronto la Noche.
Un
insomnio de blancos delantales.
El
reptar sigiloso de la fiebre.
Las
agujas clavándose en las venas
y
unos labios besándote, sombríos,
cuando
ignorabas todavía
el
roce de los labios del amor,
cuando
el cielo ya huía de tus ojos
y
el tiempo era una guirnalda seca,
muda
fragancia, resplandor amargo,
el
fino tallo de una flor cortada.
Hoy,
en tu aniversario,
regresa
a mí la dolorosa imagen;
tu
levedad yacente entre las sábanas,
el
frágil peso de la muerte, toda
la
inocencia del mundo
sobre
una cama de hospital.
Mi
mano tiembla cuando, al recordarte,
escribe
estas palabras que se inclinan
como
tú, aquella noche,
hacia
el Silencio.
*
EL
VASO DE AGUA
Cuando
me acuesto, desde que era niño,
pongo
a mi lado un vaso de agua.
Al
apagar la luz, si lo contemplo
brillar
en la penumbra, me imagino
que
el agua es otro nombre de mi madre
y
estoy seguro de que, ya dormido,
alumbrará
el acuario de mis sueños.
Sombra,
misterio, música nocturna
que
bebo a lentos sorbos o me bebe.
¿Eres
tú quien me sueña en ese extraño
país
donde algún día nos veremos?
¿Dormir
es un ensayo de la muerte?
Por
las mañanas, cuando me recuerdo,
muchas
veces el vaso está vacío.
Y
vuelvo, desganado, a la rutina
de
calles y de rostros, mientras llega
la
oscuridad, el rito silencioso
de
llenar nuevamente el vaso de agua
para
ponerlo al lado de mis sueños
y
saber que allí estás, que me proteges,
que
hay algo puro en medio de la noche.
*
ROMA
― AMOR
Yo
palpé tu misterio aquella tarde
de
Roma, junto a mármoles vetustos
y
abiertos como labios de una fuente.
Tu
palabra fue allí esa nota líquida
que
alzábase y caía, resbalando
entre
murmullos y salpicaduras.
Lo
recuerdo: la luz se desnudaba
detrás
de las columnas, lentamente.
Sonreía,
sutil, la Primavera
y
era en la cruz el Cristo igual a una
pálida
mariposa con las alas pinchadas.
Entonces,
en el cuenco de mis manos,
retuve
unos instantes el prodigio.
Y
vi en su fondo un titilar de estrellas.
Bebí,
gozoso, su secreta música.
En
la emoción de Roma, de unas calles
vencidas
de memorias y hermosura,
ante
el cristal de eternidad del agua,
yo
rescaté la gracia de sentirme
enamorado
del amor, el huésped
de
unos viejos espacios donde flota
ese
ciego perfume que es el tiempo,
la
inmortal juventud de la poesía.
*
CARTA
A JORGE CALVETTI
Querido
Jorge:
Ya no estás, es
cierto,
pero
hoy quisiera conversar contigo
como
en aquellas noches del diario,
entre
galeras, cables y la música
de
los viejos pianitos de escribir.
Mucho
ha cambiado todo, sin embargo
yo
sigo amando la poesía, aquella
que
nos hizo vibrar y sentir juntos
el
misterio sutil, la delicada
revelación
de los inefable. Ahora
los
poetas no cantan, sus palabras
ya
no conmueven, niegan o desprecian
melodía,
belleza y emoción.
Mucho
ha cambiado la poesía, el mundo,
y
yo estoy solo, náufrago en la isla
de
una ciudad que alguna vez fue nuestra,
“esa
ciudad ―como dijera Borges―
que
también se llamaba Buenos Aires”.
Yo
aquí en la tierra, vos en otro cielo,
el
de Jujuy tal vez, junto a paisanos
que
fueron tus amigos, recorriendo
celestiales
laderas y quebradas
en
tu yegua “la Loca”, recitando
poemas
de Virgilio o Mastronardi.
Quiero
decirte, Jorge, cuánto añoro
tu
palabra de hermano y de maestro,
tu
permanente ejemplo de poeta,
la
lección de tu clara honestidad.
Es
probable que el tiempo nos olvide
y
vos y yo seamos algún día
como
el soldado aquel, desconocido,
de
la columna de Trajano en Roma
(en
la poesía que me dedicaste).
¿Pero
qué importa? Fuimos unos años
compañeros,
hermanos, nos unieron
el
fervor del poema y la amistad.
Eso
consuela, al fin, de la distancia,
la
incomprensión, el tedio, la impotencia.
Quería
hablarte de estas cosas, Jorge,
vaciar
el corazón, dar testimonio
de
lo que acaso un día, de estar vivo,
me
habrías reprochado. ¿Quién lo sabe?
Adiós.
Te envío un fuerte abrazo,
Antonio.
*
OCTOGENARIO
No
quiero, no quisiera despedirme
de
todo lo que amé, pero es preciso
decirle
adiós a la felicidad,
al
sol entre las hojas del verano,
a
unos versos queridos, a la música,
a
aquel niño que fui, a aquel muchacho
que
anhelaba el amor y los viajes,
el
milagro del arte y la belleza.
Estoy
viejo, lo sé. ¿Pero estoy viejo?
Los
errores del cuerpo lo confirman,
pero
mi corazón herido se rebela,
se
resiste a pensar que todo acaba,
que
está cerca la noche y su misterio,
la
nada horizontal, toda la nada,
eso
que llaman muerte.
No
quiero, no quisiera despedirme
del
diario despertar, de la costumbre
del
beso de los hijos de mis hijos,
del
ser y estar entre la maravilla
y
la inconsciencia de vivir. Es cierto,
estoy
viejo, lo sé, pero aún me quedan
las
palabras que escribo y que me escriben
para
decir ahora lo que quiero;
estas
tal vez efímeras señales
de
un hombre que pasó por este mundo.
*
LA
POESÍA
Temblorosa,
como una flor desnuda,
te
descubrí en la infancia. Simplemente
un
susurro, un aroma por la frente,
tu
luz en mi palabra ciega y muda.
Como
quien ama y con su amor se escuda
de
la monotonía de la gente,
conmigo
te llevé secretamente,
razón
del sueño entre mi fe y mi duda.
Fuiste
el misterio y la belleza, todo
lo
que en tu nombre amé y hoy es el modo
de
una nostalgia que a vivir me ayuda
cuando
abro un libro y vuelves, temblorosa
―susurro,
aroma, luz, desnuda rosa―,
con
Garcilaso, Rilke, Banchs, Cernuda.
[De:
Antonio Requeni, Poesía reunida,
Academia
Argentina de Letras, Buenos Aires, 2014]