jueves, 25 de febrero de 2010

Fénix Nº 24


Acaba de aparecer el último número
de la revista de poesía y crítica Fénix.
A continuación ofrecemos el Sumario y una muestra
de los textos que incluye el número.




FÉNIX
poesía ~ crítica
24

Córdoba, Argentina



SUMARIO


Palabra en el tiempo

Pablo Anadón
Nuevas aproximaciones a la traducción
de poesía en la Argentina



Poesía

Beatriz Vignoli
Claudia Masin


Escrituras

Nicolás Magaril
El gran teatro del mundo


La traducción poética

Alejandro Bekes
On Melancholy
con versiones de poemas de
Petrarca, Camões, Sannazaro,
Shakespeare, Keats, Leopardi, Nerval
Verlaine, Samain, Mallarmé, Rilke


Piedra de toque

Crítica sobre libros de
Rodolfo Godino (Por Rafael Felipe Oteriño)
Ricardo H. Herrera (Por Alejandro Bekes)
Jorge Aulicino (Por Santiago Sylvester)
César Cantoni (Por José Di Marco)
Lía Rosa Gálvez (Por Rafael Felipe Oteriño)
Osvaldo Picardo (Por Héctor J. Freire)
Edgardo Dobry (Por José Di Marco)
Alejandro Schmidt (Por Pablo Dema)




Palabra en el tiempo


Pablo Anadón

Nuevas aproximaciones a la traducción
de poesía en la Argentina

―Contribuciones a una cuestión polémica―
[Fragmento]



A mediados del 2007, a partir de un ensayo que publiqué en el número 21-22 de Fénix, titulado “Aproximaciones a la traducción de poesía en la Argentina”[1], se produjo en el blog “Otra iglesia es imposible” de Jorge Aulicino una interesante polémica sobre la traducción y sus efectos en la poesía argentina de la segunda mitad del siglo XX. En la discusión, además de Aulicino, participaron Daniel Freidemberg, Jorge Fondebrider y Ezequiel Zaidenwerg, entre otros. Leí tardíamente el debate, cuando la conversación ya parecía cerrada; andaba por entonces con otras preocupaciones, y preferí no responder a las diferentes referencias que se hacían a mi ensayo y a mis presuntas posiciones estéticas en general. Tiempo después leí una conferencia dictada por Jorge Aulicino en el Centro Cultural España en Buenos Aires, en la cual cerraba su exposición con la cita de un párrafo del ensayo aparecido en Fénix, y algunas observaciones al respecto. Luego, en estos días, he dado con una ponencia que Aulicino leyó en el Coloquio Internacional Escrituras de la Traducción Hispánica (Universidad Austral de Chile, Valdivia, Chile, 21 de agosto de 2008), donde el autor de Cierta dureza en la sintaxis dedica íntegramente su disertación transandina a discutir los puntos de vista que planteaba en mi trabajo.

Dado, pues, que el tema ha concitado la atención de varios escritores y traductores, y a la vez ha superado los bordes un poco imprecisos entre la mesa de café y el medio periodístico propios del blog, alcanzando una ulterior elaboración reflexiva en las dos disertaciones mencionadas, ya me parece inexcusable una respuesta de mi parte. Pero antes que nada, quiero agradecer a Jorge Aulicino el interés demostrado hacia aquellas “Aproximaciones a la traducción de poesía en la Argentina”, aunque fuere un interés por vía negativa, y la franqueza con que plantea sus desacuerdos. No es lo común en el campo literario argentino, donde las discrepancias conducen más fácilmente a la negación del otro, o a una aparente indiferencia, que al diálogo.

Empecemos por el principio. En la introducción de mis “Aproximaciones…” citaba a T. S. Eliot, quien en el ensayo “Las fronteras de la crítica” sostiene que “cada generación debería contar con su propia crítica literaria, pues (...) cada generación aporta a la contemplación del arte sus propias categorías de apreciación, tiene sus propias exigencias frente al arte y lo emplea para sus propios fines.”[2]

Lo mismo que Eliot afirmaba a propósito de la historicidad de la crítica literaria, añadía yo, podríamos decirlo sobre la traducción. En aquellas páginas, pues, lo que me proponía ―cito literalmente― era realizar “un breve y necesariamente esquemático recorrido a lo largo de las metamorfosis que se advierten en las traducciones de poesía del siglo XX en la Argentina.” La hipótesis de la que partía era que “las traducciones ofrecen signos quizá más nítidos aún que las obras puramente creativas de tales poetas-traductores, en la medida en que la poética del traductor suele manifestarse con rasgos más marcados, más definidos, justamente porque tales caracteres resaltan con mayor claridad contra el fondo del texto original. De tal manera, es posible seguir la evolución de las poéticas a través de las variaciones en los criterios y las mínimas pero decisivas resoluciones puntuales de la traducción.” Lo que hacía a continuación, entonces, era tomar ejemplos de versiones realizadas desde principios hasta finales del siglo XX, intentando captar las diferencias de poéticas que se advertían en tales traducciones. Dado que el campo de la traducción de poesía ha sido poco estudiado en el país, me parecía contribuir con mi estudio al conocimiento de ese territorio casi inexplorado.

Pues bien, la piedra del escándalo fue una hipótesis que planteaba hacia el final del ensayo. Cito literalmente el párrafo que desencadenó la polémica: “La hipótesis en cuestión podría ser formulada así: el hecho de que las versiones de la poesía del siglo XX, de distintas lenguas, hayan privilegiado tal criterio literal y arrítmico, ha creado en no pocos lectores, e incluso poetas argentinos, una imagen distorsionada de la poesía moderna, identificada con ese modelo informal, que lleva a la espontánea contraposición con un modelo de lírica con métrica y rima asociada a una escritura tradicionalista y anticuada. Basta cotejar, en cambio, los textos originales, para comprobar que autores tan diversos y decisivos para la escritura moderna, como T. S. Eliot, Wallace Stevens, Robert Lowell, Robert Frost, W. H. Auden, Stephen Spender, Cecil Day Lewis, Paul Eluard, Louis Aragon, Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale, Umberto Saba, Sandro Penna, Salvatore Quasimodo, Vittorio Sereni, Alfonso Gatto, Cesare Pavese, Rainer Maria Rilke, George Trakl, Stefan George, Hermann Hesse, Else Lasker-Schüler, Gottfried Benn, Bertolt Brecht, etc. etc., lejos de ser los poetas antimusicales que tales traducciones nos presentan, han sido artistas que han trabajado sus versos con un cuidadoso sentido rítmico y métrico, y a menudo con un insistente recurso a las asonancias y las consonancias de la rima.”




[Imágenes de Bertolt Brecht, Louis Aragon, Umberto Saba,
Stephen Spender, Else Lasker-Schüler y Cesare Pavese]

No sé si habré dado en el clavo con tal hipótesis, pero varias respuestas que ha ocasionado me parece que de algún modo la confirman: los argumentos utilizados para rebatir mis observaciones, paradójicamente, demuestran que no estaban tan mal enfocadas.

Veamos un poco. En primer lugar, el ensayo no fue escrito para condenar a nada ni a nadie, según cree y sostiene Aulicino en su ponencia chilena, sino, como queda claramente dicho en los párrafos citados, para examinar las transformaciones en los criterios de traducción que se han ido dando en la Argentina a lo largo del siglo XX. Si ese examen ha hecho sentir a Aulicino “en paños menores” ―son sus palabras―, lo lamento de verdad: mi único propósito fue constatar un estado histórico-literario de cosas.

Convengamos, de entrada, en que cada cual tiene el derecho de traducir como le plazca, ya sea que se proponga hacer una pura traducción literal, sin pretensiones estéticas autónomas (pero que puede ser útil para que otros lean directamente en el original, como quien proporciona un puente lexical para los textos en el idioma extranjero), o que intente recrear el poema de acuerdo con su propio mundo y poética (los del traductor), o buscando aproximarse al mundo y la poética del autor traducido. Las posibilidades son muchas y en general, debidamente planteadas y practicadas, válidas[3]. La cuestión está, evidentemente, en que los lectores sean conscientes de que una cosa es el poema original y otra la traducción. Verbigracia: Alberto Girri tenía todo el derecho de traducir a Robert Lowell (poeta reconocido en la literatura norteamericana por el formalismo estético de su obra temprana, en la que incursiona incluso en una compleja estructura compositiva trovadoresca, la sextina), como si sus poemas hubieran sido escritos en un verso libre llano, muy llano, llanísimo; Enrique Luis Revol también podía traducir a Robert Frost (otro poeta fácilmente identificable por su clásica modernidad, quien no escribió un solo poema sin estrictas métrica y rima) en desmañados versos libres, sin sombra alguna de musicalidad; Elizabeth Azcona Cranwell podía traducir a Dylan Thomas como si fuera un poeta que sólo atendía a las imágenes, no al ritmo del verso… Pero otra cosa es que el lector piense y crea que esas versiones, fieles sólo a un aspecto del sentido[4], no al estilo en que habían sido concebidos los textos, corresponden exactamente a los originales. Cada lector, además, podrá evaluar cuánto ha quedado en la traducción del ideal estético que animaba al texto de origen.

Mi conjetura sobre el hecho de que la modalidad de traducción que no contempla las cualidades musicales habría influido en el modo en que se ha cristalizado, en nuestro país al menos, una imagen de la poesía moderna asociada exclusivamente con el verso libre y la informalidad compositiva, no es por cierto una peregrina presunción. Desde hace años vengo constatando, no sólo a través de lecturas, sino también ―y especialmente, aunque sea una evidencia difícil de exponer públicamente― en infinidad de conversaciones personales con colegas, que es esta imagen la que se encuentra arraigada en la inmensa mayoría de los poetas argentinos de las últimas décadas. He presenciado numerosas expresiones de asombro y de incredulidad ante la observación de que autores fundamentales de la lírica moderna, como Kavafis, Yeats, Montale, Brecht, Auden, Apollinaire, etc. (la lista es más larga incluso de la que enumeraba en el ensayo), recurrieron durante casi toda su obra a la métrica y la rima en sus composiciones ―sin que ello disminuyera la modernidad ni el carácter innovador de las mismas. Y debo aclarar que quienes manifestaban tal asombro e incredulidad no eran personas desprovistas de lecturas, sino más bien todo lo contrario: eran, en general, poetas muy informados sobre la lírica contemporánea en distintas lenguas.

Ahora bien, este asombro y esta imagen no tienen nada que ver, en mi planteo, con el conocimiento o la ignorancia de idiomas, como supone Aulicino. Dice, en efecto, nuestro polemista: “Anadón me hizo olvidar ―o fue capaz de generarme tal culpa y vergüenza que olvidé― la experiencia que muchos de mi generación y yo mismo teníamos: la de haber aprendido otros idiomas. Anadón supone que nos tragamos el fraude, y a continuación nuestra conciencia culposa de expropiadores, de salteadores, de forajidos de idiomas extranjeros, nos hizo sentir que éramos unos verdaderos ignorantes. Digo esto en plural por mí y por aquél que escribió en mi blog que Anadón había mostrado al rey en calzones.”

Lamento, una vez más, haber provocado tal vergüenza y “conciencia culposa”, pero tampoco era ese el sentido de mi argumentación: no se trata necesariamente de saber leer el idioma original en que están escritos los poemas, sino del modo en que se realiza esa lectura, a qué se atiende o qué se desatiende en la lectura de los versos. Si no se ha prestado atención, por caso, a que los poemas de Auden están escritos con rigurosa métrica y rima, entre otros recursos rítmicos de sentido, es porque era un aspecto que no importaba especialmente en la apreciación de la poesía (probablemente tampoco en el acercamiento a los textos en el propio idioma). Esto, en realidad, lo confirma el propio Aulicino: “Pues no, no éramos ignorantes. Muchos de mis compañeros sabían inglés; laboriosamente, yo también leo y traduzco desde el inglés. Esto es: no nos creíamos el Wallace Stevens o el Eliot de Alberto Girri porque no sabíamos inglés; lo creímos porque nos gustaba la versión, porque hallábamos poética esas versiones, porque preferíamos el Eliot en verso blanco de Girri al hipotético Eliot que escribía en rimas inglesas que para nosotros nada significaban, excepto la habitual habilidad de los poetas de todo el mundo para manejar la rima.”

Más allá de detalles tales como que Girri no traducía en verso blanco, sino en verso libre, y que el “hipotético Eliot que escribía en rimas inglesas” no era, en rigor de verdad, el “hipotético”, sino el Eliot original, lo que confirma la conjetura de mi ensayo es que Aulicino admite, en nombre también de sus compañeros de generación (atribución plausible en general, pero quizá excesiva), que ellos preferían al Eliot sin métrica ni rima de Girri al Eliot de los poemas originales, y que las rimas para ellos “nada significaban, excepto la habitual habilidad de los poetas de todo el mundo para manejar la rima”. No sé si esa habilidad es tan universal, y seguramente no es nada habitual en la lírica argentina reciente (dudo mucho de que si una Violante actual mandara hacer un soneto a la mayoría de los autores nacionales de las últimas décadas, la chica pudiera ser satisfecha, ni siquiera a la manera irónica de Lope de Vega[5]), pero lo importante está en la afirmación de que las rimas “nada significaban”, desinterés que involucra claramente a la música en general de la poesía, como Aulicino sostiene a continuación: “la llamada música de la poesía es […] musiquilla de las pobres esferas. De las pequeñas esferas del poema.” Y que esa “musiquilla” no les interesaba especialmente al traducir (ni al escribir, sin duda), lo declara por otra parte, con todas las letras, el mismo Aulicino: “He traducido antes que nada las ideas que percibía, o creía percibir, las imágenes que veía o creía ver, porque la poesía es esencialmente ese fenómeno que llamamos imagen y, algo menos, la artificiosidad de las rimas regulares.” Por cierto, nadie objeta ―aunque podamos disentir, en la medida en que su concepción es planteada aquí en términos universales y esencialistas― la poética que formula Aulicino, que es evidentemente la de su propia escritura en versos. Quedaría por averiguar, en el cotejo de los textos, si la proyección de esa poética en la traducción de otros autores, para los cuales la métrica y la rima no ha sido una mera “artificiosidad”, hace justicia a la complejidad y la intensidad estética de las obras originales. Si hicieran falta, en fin, testimonios que confirmaran la hipótesis planteada en el ensayo sobre el criterio de traducción predominante en las últimas décadas en la Argentina, las declaraciones de nuestros polemistas quizá sirvieran como pruebas al canto.

*
Ahora bien, lo que advierto en un plano general en las respuestas de Aulicino y Fondebrider es una empecinada defensa del verso libre ―empecinada, digo, porque a nadie se le ha ocurrido atacar el verso libre en sí mismo―, como único instrumento válido para el traductor (y quizá para el poeta, si además tenemos en cuenta sus propias obras). Yo pienso que el verso libre ha sido y es utilísimo, qué duda cabe, pero no más ni menos que el verso medido. Simplemente, en lo que a la traducción se refiere, si se trata de traducir un poema en verso libre, pienso que lo mejor será emplear el verso libre. Si se trata de traducir un poema sin rima pero con métrica[6], probablemente lo mejor será emplear el verso medido. Si el poema a traducir posee métrica y rima, opino que lo óptimo será emplear la métrica y la rima, aunque luego uno deba resignarse al solo empleo de la métrica, si no se logra que las rimas suenen naturales en la versión castellana. Se trata, por cierto, de opciones generales, que tampoco conviene asumir rígidamente, que pueden variar según el texto puntual con el que hay que vérselas.

A mi entender, una cosa es valorar los servicios que el verso libre le ha prestado a la poesía moderna, y otra identificar sin más verso libre y poesía moderna, identificación que la historia de la poesía moderna claramente desmiente. Otra cosa también ―peor cosa aún, a mi juicio―, es ensañarse con la dimensión musical de la lírica, que pareciera por momentos extenderse a una antipatía hacia todo lo que tenga que ver con el trabajo artesanal del verso.

El menosprecio por parte de Aulicino y Fondebrider de la música de la poesía me parece evidente. Fondebrider habla del “sonsonete” y de música de “metrónomo”. Aulicino sostiene, como veíamos, que la música del verso es “música de las pobres esferas” del poema, y llama a los efectos de la rima “cascabeles de la rima”. Opina también de las rimas: “Son entonces casi un golpe de costado, un cachetazo de más, con las puntas de los dedos, y no hacen, no cambian, no agregan sino eso, ese toque de diestro en la arena –incluso, hasta parodian la perfección-. Y esto sucede nada más que cuando la idea es maravillosa, y tan trabada que ni el peor traductor puede destruirla. Si no es así, la habilidad con la rima no produce nada esencial.”

Esto lo afirma Aulicino, claro está, no sólo a propósito de la rima en la traducción de poesía, sino de la creación poética misma, y sus afirmaciones son una prueba evidente de lo que he señalado en el ensayo: a partir de los 70, es raro el autor que traduzca utilizando otro verso que no sea el verso libre, porque es raro el autor que haga poesía utilizando otro verso que no sea el verso libre. No deja de sorprenderme, sin embargo, que poetas con años de lectura y escritura posean una idea tan limitada de la función de recursos estilísticos como la métrica y la rima, no digo necesariamente para utilizarlos en la propia escritura, sino para apreciar la obra de infinidad de poetas a lo largo de los siglos. La metáfora de pugilato barrial que emplea Aulicino en relación con la rima, puede ser muy simpática, pero ni siquiera le moja la oreja de lejos a la problemática creativa a la que se enfrenta. No, la rima no ha sido nunca, en los buenos poetas, una mera compadreada, un lujo, un adorno exterior y gratuito del poema. Ha sido ―y es, para los poetas que la quieren y la saben usar―, entre otras cosas, un dique generador de imprevistas potencialidades semánticas, una condición que estimula la búsqueda imaginativa, que favorece a menudo el hallazgo de una forma poética que vaya más allá de lo primero que viene a la mente (lo primero que viene a la mente, convengamos, no suele ser lo más auténtico, como a veces se piensa, sino lo que determinan la cultura y la estética del momento). Un límite autoimpuesto, que es asimismo una necesidad expresiva, y que no es más obstáculo para la elocución poética de lo que puede serlo el cauce que el mismo río excava: como escribir en una lengua, como escribir en verso en vez de en prosa.

Una cosa, pues, es que en un determinado momento histórico los poetas hayan sentido la necesidad de eludir un recurso, porque les sonaba trillado, y otra cosa desconocer la función que ese recurso ha tenido ―y tiene― en la tradición poética occidental. Y aquí entramos en otro territorio, en una “Zona” (estoy pensando en la película de Tarkovsky) que Daniel Freidemberg define muy bien cuando me aplica el papel del chico ―o el negro, como corrige Zaidenwerg― de El traje del emperador. Dice el autor de En la resaca: “Al menos en este caso, Anadón cumple la función del chico de El traje del emperador. Una enorme porción de la poesía que se escribe en la Argentina es el resultado de una catástrofe que arrasó con algunos de los más elementales saberes sobre poesía, vía lectura ingenua de traducciones y de poemas escritos por quienes leyeron ingenuamente las traducciones (entre otras cosas). No estaría nada mal, todo lo contrario, que algo surja de una catástrofe, siempre que la asuma como catástrofe. Pero, como la ignorancia lleva a suponer "natural" ese escenario devastado, la consecuencia es conformarse con poquito, como si no hubiera otras posibilidades, simplemente porque no se las conoce.”

[...]

A cierta altura de la discusión, Jorge Fondebrider considera que ha llegado la hora de “arremangarse y tratar de ser precisos”. No sé si se logra el objetivo, pero me llamaron la atención las palabras con que cierra su esfuerzo de precisión, en las que proyecta la problemática tratada a una suerte de litigio político-literario: “En última instancia, el eje del "poder" estaría cambiando: ya no serían importantes las revistas de circulación nacional ni las fundaciones, ya no contarían tanto los talleres ni los foros, como un cierto saber técnico que se vuelve excluyente a la hora de exhibir el conocimiento. Algo parecido a lo que pasaba en la facultad cuando todos sabían qué era el formalismo ruso, pero nadie había leído ni a Pushkin ni a Gogol, para no hablar de Andreiev. El metalenguaje de ese entonces parece ser la cuadernavía de ahora.”

Confieso que la sonrisa indecisa entre la diversión y la incredulidad, que comenzó a formarse al leer estas palabras, se transformó en franca risa ―risa de mí mismo― cuando leí la broma con que a continuación le respondía Freidemberg en el blog: “Juro que no entiendo. Tal vez estuve demasiado tiempo mirando otra cosa, pero no consigo distinguir ese "eje del poder". ¿Por Anadón pasa el eje del poder?”

No, Freidemberg nunca estuvo distraído demasiado tiempo: el “eje del poder”, para utilizar la fórmula de Fondebrider, se mantiene férreamente inalterado, y quizá nunca tan firme ―casi hasta el punto de anquilosamiento, quizá pronto ya de oxidación―, tan homogéneamente extendido en los principales medios culturales del país (Aulicino, Fondebrider y Freidemberg lo saben muy bien, en tanto que participan activamente en ellos). Diría que apenas si dejan oír sus notas disonantes en el medio literario argentino unas pocas revistas de circulación bastante restringida. Pero dejemos esto, que sí nos distrae de lo que me interesa señalar: es grande, y a la vez reveladora, la mezcolanza que Fondebrider hace en el párrafo citado. Revistas de circulación nacional, fundaciones, talleres, foros, saber técnico, formalismo ruso, Pushkin, Gogol, Andreiev, metalenguaje, cuadernavía… ¿Qué podemos vislumbrar en esta confusión? Que lo “importante”, para Fondebrider, pasa por las “revistas de circulación nacional”, por las fundaciones, los talleres y los foros, mientras que el “saber técnico” sería una cuestión accesoria, un “metalenguaje” que sólo sirve para excluir a los neófitos de la literatura, una antigualla semejante a la cuadernavía. Es muy extraño: son palabras que parecieran escritas por un estratega, por un político, no por un poeta que simplemente ama su “oficio o arte arisco”. Supongo que se ha dejado llevar por el impulso de la conversación en el blog: le he escuchado a Jorge, de viva voz, frases mucho más próximas al corazón de la poesía.

A mi entender, para un poeta el único poder que cuenta es el poder expresivo de las obras y el solo eje importante es el que crean las palabras atraídas por el imán poético, como se decía en el Ion platónico. Y para este “poder” y este “eje”, el saber técnico, aunque claramente no lo sea todo (Sócrates le hablaba a Ion de posesión por la Musa, justamente, y no hemos avanzado demasiado desde entonces para explicar el origen casi insondable de la escritura poética), es tan necesario, tan imprescindible, como para un carpintero el conocimiento de los tipos de madera, del uso de la sierra, la cola y la escofina. Ni revistas, ni fundaciones, ni talleres, ni foros, ni concurridos blogs: el valor de las obras es el solo poder perdurable, el único que debe importarnos. Lo anterior, en cambio, suena como si a un artesano se le dijera que lo importante no es la perfección del mueble que está confeccionando, los conocimientos teóricos y prácticos que tiene que poseer para lograr un objeto bien construido, sino la red de comercialización del mismo. Por supuesto, en última instancia la gracia de la poesía nunca se ha reducido a una cuestión técnica (y desde ya que la técnica poética tampoco se limita al orbe ―aunque apasionante, y casi infinito― de la métrica): así como hay innumerables pésimos poetas que escriben en incontinentes versos libres, hubo y hay pésimos poetas que escribieron y escriben versos primorosamente medidos y rimados. Lo mismo vale para las traducciones.


Alta Gracia, 31 de enero, 2009

Notas

[1] “Aproximaciones a la traducción de poesía en la Argentina”, en Fénix, Nº 21-22, octubre 2006 – abril 2007, Ediciones del Copista, Córdoba, 2007, págs. 11-34.
[2] ELIOT, T. S.: “Las fronteras de la crítica”, en: Sobre la poesía y los poetas, Sur, Buenos Aires, 1959, pág. 105.
[3] Una indagación y una guía bastante esclarecedora “Sobre los diferentes métodos de traducir”, precisamente con ese título, fue realizada hace ya casi dos siglos por Friedrich Schleiermacher, en una conferencia leída el 24 de junio de 1813 en la Real Academia de Ciencias de Berlín. Ese trabajo fue bien aprovechado por Ortega y Gasset en su ensayo Esplendor y miseria de la traducción.
[4] En la lírica, se sabe, el sentido muchas veces es un sonido, una resonancia indefinible, y el mismo Gottfried Benn, si no recuerdo mal, repetía aquella frase de Staiger, según la cual en la poesía, en el arte en general, “la forma es el supremo contenido”. Traducir el “contenido” sin intentar al menos dar cuenta de la “forma” es, a mi juicio, resignarse a una ínfima dimensión del sentido poético total.
[5] Leo en el prólogo de Santiago Sylvester a su antología Poesía Joven del Noroeste Argentino (Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 2007, pág. 16) una afirmación que sin duda no vale sólo para los poetas jóvenes del Noroeste, y que podría extenderse hacia atrás en el tiempo a un par de generaciones precedentes: “A la preceptiva le ha llegado en nuestro país (no en otros de la misma lengua) un desprestigio agudo, al punto de que es evidente que casi ninguno de los poetas jóvenes ha sentido necesidad, interés o tentación, de usarla; no sé cuántos podrían escribir, por ejemplo, un soneto, ni siquiera como ejercicio de estilo, y sospecho que muy pocos se han procurado las condiciones técnicas para intentarlo”. Cabe preguntarse si tal “desprestigio agudo” de la técnica poética habla mal de ella o de quienes no están en condiciones de usarla, y si tal desprestigio ha favorecido o perjudicado a la poesía argentina de las últimas décadas.
[6] A esto se le llama, para ser precisos, “verso blanco”, tanto en la métrica inglesa ― “blank verse” ― como en la castellana: valga la aclaración, porque Aulicino habla del verso blanco como si se tratara del verso libre.


Poesía



Beatriz Vignoli


El ciudadano


Amigo amado,
ya sos césped.
Dos maderos blancos,
he aquí tu paga.
El recuerdo de un patio en Santa Fe les diste
y la velocidad exacta de tu sangre.
No te guardaste ni el olor del pelo
de tu mejor amigo al sol, en un verano
ni el sueño que una mañana le contaste a tu hija,
ese de las manchitas de las vacas.
Hasta un verso de Inchauspe les entregaste;
no te guardaste nada, ni el rostro de tu madre.
Todas las palabras que amabas se las diste,
vaciaste tu bolsa de papas, tu frasco de sal.
Todo les diste. He aquí tu paga:
el plástico de tu placa, como el de tu rosario
son de la peor calidad imaginable.
Ni siquiera el blanco sobre la madera es bueno.
Si vieras, te compraron la pintura más barata
que la intemperie craquela como líquenes.



Eclipse


En el horno de leña y de ladrillos
el cóncavo disco de hierro donde se asa
la carne y los panes se tuestan
parece, en su trípode, una de aquellas cosas
antiguas frente a las que tanto
te gustaba fumar.

Tu amigo me cuenta: vas a las cuatro plazas
por una vereda, por la otra
vereda vas volviendo como el loco a su casa.
Tu amigo me cuenta: en todos estos años
no pronunciaste más una palabra.

Cruza las piernas: noto que sus botas
son del mismo estilo que ya era viejo entonces.
La lleva, sin embargo, con gracia
pero su silencio es un reproche.

Oscuro contra el fuego, el perfil del disco

parece rebanado de un eclipse total.



He reído con los muertos del verano


He reído con los muertos del verano,
muertos jóvenes cuyo silencio indestructible
es un jazmín de hierro en el centro de la nada;

no hay ausencia como la de sus cabellos
invisibles luego de desparramarse, por vez última
hasta el amanecer como una quieta llamarada;

y lo que en ellos aún reclame una palabra
desollará su puño contra la puerta de la noche,
seguirá golpeando mientras haya memoria.




Claudia Masin


De “Abrigo”


Quisiera que me cuides
como se cuida a aquellas personas enfermas
que ignoran la grave naturaleza de su mal:
suavemente, sin ningún gesto rotundo
de amor que las alarme,
les revele de repente la verdad.

Del tiempo en que mi hermano y yo
crecíamo
s al sol, abandonados
y desbordantes como frutas salvajes
,
quedó en mi pecho un viento
crudo y antiguo que no dejará de agitarse
ni aún en medio del día más apacible,
más hermoso del verano.

Cuidar lo que no tiene cura: el cuerpo,
aunque más no sea porque todavía contiene
ese secreto que nos decíamos, de niños, al oído,
y que ningún adulto recuerda.

Te di mi cuerpo y lo recibiste
del mismo modo que si un niño te hubiera ofrecido
un tesoro incomprensible como prenda de amor:
el corazón de un pájaro, un puñado de arena.




Escrituras


Nicolás Magaril

El gran teatro del mundo


La mente es una especie de teatro, donde las percepciones
aparecen, desaparecen, vuelven y se combinan de infinitas maneras.
La metáfora no debe engañarnos. Las percepciones constituyen
la mente y no podemos vislumbrar en qué sitio ocurren
las escenas ni de qué materiales está hecho el teatro.

David Hume


“La Mundial” se llama un viejo edificio de la ciudad de Córdoba (reputado el más angosto en Sudamérica) sobre avenida Olmos casi llegando a Rivadavia. Ahora ese nombre un poco de confitería y planetario, unido a lo que dice Wordsworth en el Prefacio a las Lyrical Ballads, tiene algo especialmente significativo. La poesía: ese spontaneous overflow of powerfull feelings, nace en el recuerdo tranquilo de una emoción. Agrega el maestro que by a species of reaction, dicha contemplación de la memoria se desarrolla hasta que la tranquilidad va desapareciendo y otra emoción, venida de aquella originaria pero siempre única en su inmediata recreación, se produce y existe en efecto (it does itself actually exists in the mind). Ese es el mood que auspicia toda successful composition. Lo ausente se presenta en otro plano: la sola condición del ser pretérito, antes que lo anecdótico, demandaría una concentración tal, una capacidad diferida tal, que la constancia del tiempo quedara en suspenso para que la experiencia, así decantada en su duplicación, se junte en una abstracta provisionalidad con el lenguaje y dé pie a un verso. Estoy relativamente “tranquilo” ahora que recuerdo haber sentido con susto en la terraza de La Mundial una tarde que el mundo es un gran teatro, pero lejos de toda sensación derivada by species of reaction y, en consecuencia, de toda composición venturosa.

Favorecida por la altura y la amplitud la impresión general cumplía con lo que en Alemania se llama Stimmung: 1) el espacio pero un instante removidas las categorías de figura y fondo ―el conglomerado urbano mostraba en esa línea su montaje; 2) lo mismo la inmanencia y la alteridad y lo que supone un reparto en el que a despecho de cada cual todos protagonizan algo. Hay siempre un excedente perturbador en lo panorámico: si se multiplica la propia íntegra existencia con todas sus multiplicaciones concomitantes por el hipotético exponente demográfico se produce una especie de colapso dramatúrgico. El método pero elevado a la enésima de Herbert Quain: infinitas historias, infinitamente ramificadas. El ojo que mira es ojo además porque te ve: estaríamos actuando, propiamente hablando, sin que esa convención explique de qué lado de qué ojo ―mal parado, lo anterior se subsume en lo siguiente; 3) un deleite en la mera apariencia y visibilidad de las cosas, pero que termina siendo como penoso: la fruición, emancipada de la materia, sube a la confirmación del instante en el lugar (esto está pasando aquí-ahora), terciada por su imposible desalojo de la mente (la pesadumbre de la vida consciente), de donde sigue por necesidad la certeza del fin de la representación (todos vamos a morir); 4) mejor que la idea de guión, propia del campo semántico en cuestión, convendría el de partitura, por su afinidad con la exactitud. Todo fue por un rato una ejecución soberana, y después de un rato, bajo los efectos colaterales de la metáfora, la sensación se relajó dulcemente, reabsorbida a su sempiterna fuente, hacia un embotamiento bastante desmoralizante. Disposición biliósica que ocuparía el quinto lugar en la enumeración de recién. La ilusión mimética de algo que está siendo se ensaña en temperamentos saturninos.

*

Jaques, el filósofo errante y misántropo de As you like it, es apodado el buen monsieur Melancolía, y será precisamente quien exponga una de las versiones corrientes de la época: aquella según la cual la obra que representan los comediantes de este escenario mundial se divide en siete actos o edades:

All the world's a stage,
And all the men and women merely players;
They have their exits and their entrances;
And one man in his time plays many parts,
His acts being seven ages.


Se advierte la perspectiva diacrónica, realista, del filósofo shakespearano: cada hombre encarnaría varios papeles sucesivos (en este caso todos ligeramente molestos) a lo largo de su vida para terminar en nada o la nada ―no así en la tradición calderoniana de la barca, que se diría sincrónica o alegórica, en la que a tal y cual se le asigna un rol definitivo en la socioeconomía del gran teatro, que debe sobrellevar en caridad y temor de dios para asegurarse un sitio en el banquete celeste. Se puede acentuar esa distribución estamentaria (la evidentemente injusta suficiencia del reparto) o el igualitarismo final que cancela esa misma distribución en el cielo o bajo tierra, por el alma o los huesos: las consecuencias ideológicas serían distintas en cada caso.

En Calderón de la Barca, además, la “desindividuación” es cíclica: se cumple después de la sepultura pero antecede a la cuna (dice el Autor al comienzo del Auto: mortales que aún no vivís / y ya os llamo yo mortales, / pues en mi presencia iguales antes de ser asistís). La comedia como entremés establecido de la escena cierta, como fracción histriónica entre dos eternidades recíprocas: al teatro de las verdades pasad / que este el teatro es de las ficciones, dice el Mundo al final. Entre una y otra, entre la alegoría eucarística hispánica y la sátira escéptica isabelina, hay varias gradaciones posibles. Quieran estas notas indicar algunas.

[William Shakespeare y Calderón de la Barca]

La ocasión, entonces, le sirve a Jaques para enseñar su discurso, finalmente luctuoso, sobre las sucesivas generaciones y oficios, digamos los siete papeles capitales: 1) el bebé que se moquea y llorón, 2) el adolescente que se levantó de mal humor (creeping like snail / Unwillingly to school), 3) el enamorado con algo de poeta enamorado (del cual Orlando es en As you like it el tipo típico, pero del cual Romeo será, después y por los siglos, el arquetipo), 4) el soldado mercenario (Seeking the bubble reputation / Even in the cannon's mouth), 5) el juez enfático y superficial, 6) el viejo que va perdiendo el vozarrón (his big manly voice, / Turning again toward childish treble). El séptimo y último acto de la comedia humana que describe, esa segunda inocencia ―que da en no creer en nada, desposeída y senil, es tétrica:

Is second childishness and mere oblivion;
Sans teeth, sans eyes, sans taste, sans every thing.


Ninguno de los circunstantes (el Duque y su comitiva, a la sazón proscritos en el mágico bosque de Arden) parece tomarlo demasiado en serio, si es que alguno lo escuchó, y como sea terminan el cuadro entonando una irónica tonada, que cambia en un santiamén la señal de la decrepitud y de esa segunda infancia ciega y desdentada: Then, heigh-ho, the holly!/ This life is most jolly. La música ligera según se sabe suaviza el morbo melancholicus. La versión de Jaques, sobre todo el último verso citado -sin dientes, sin ojos, etc., se inscribiría en uno de los motivos que heredó su tiempo de la Antigüedad y que será en parte la piedra de toque de la metáfora del gran teatro, su ascendente pesimista: lo que Helmut Hatzfeld denominó memento mori[1]. Nótese la familiaridad con el siguiente pasaje de Góngora, sobre todo, de nuevo, con el último verso, pero que jalona en este caso las instancias de una progresiva disgregación post mortem, su corrupción según el orden del tiempo:

...lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente
no sólo en plata o viola truncada
se vuelve, más tú y ello juntamente,
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

Con ligeras variantes, el mismo remate vuelve por lo menos en Gracián (como se verá más abajo) y en un soneto de Sor Juana, también expresando cierta evolutiva dilución de lo existente, la caducidad de la que no se salva nada porque todo, bien mirado, dice Juana,

es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.

Lo que lleva a pensar la vida en términos teatrales relativos se acentúa como por un futuro escalofrío que agudiza lo que confirma la fuga irreparable. Y el testimonio fehaciente por excelencia: el cadáver y la calavera. Esa fatalidad debe ser conjurada para vivir, y el gran teatro del mundo presta entonces su mejor servicio: recuerda que morirás, tendrán o no sentido tus cenizas, pero que eres simplemente un actor (merely player, dice Jaques) y, como tal, episódico. La metáfora como dispositivo y filtro para la muerte, la sublimación de un malestar que sino es solamente terrible ―que así, vuelto rilkeanamente bello, desdeña destrozarnos.

El estoicismo y el hedonismo, la repulsión y la fascinación de lo humano, la tragedia y la comedia, la risa y el llanto, parten de ahí. Demócrito y Heráclito se convirtieron con el tiempo en sendos emblemas de esa dualidad de origen igual. Así aparecen en un ensayo temprano de Montaigne, que se inclina por el primero, y no, precisamente, porque sea más placentero reír que llorar, sino porque es más desdeñoso y nos condena más. En el quinto capítulo de la primera parte de El Criticón de Gracián, Critilo y Andrenio se detienen a leer las inscripciones oraculares grabadas en la encrucijada de la vida: allí están, de nuevo, Heráclito y Demócrito, llorando siempre aquél y éste riendo. En El Discreto, obra anterior del jesuita español, se formula la cuestión en términos de una dramaturgia ecuánime: la vida de cada uno no es otro que una representación trágica y cómica, viéndose igualar las dichas con las desdichas, lo cómico con lo trágico. Ha de hacer uno sólo todos los personajes a sus tiempos y ocasiones, ya de la risa ya del llanto.

El “séptimo acto” de la comedia de Jaques es la hora de la verdad, del desengaño o la perdición, depende. El desenmascaramiento de las apariencias, de los falsos silogismos de colores que dice Sor Juana, organiza la peregrinación internacional de los dos personajes de El Criticón. La crisi titulada “La fuente de los engaños” es significativa en ese desarrollo: Critilo y Andrenio llegan a una plaza que sin demasiado preámbulo se vuelve un evento teatral como de segundo grado: una farsa con muchas tramoyas y apariencias, célebre espectáculo en medio de aquel gran teatro de todo el mundo. Se ven de pronto extrañas secuencias donde los espontáneos asistentes someten a un estrangero a todo tipo de fechorías. Andrenio reía y Critilo lloraba de la farsa: si tú llegasses a entender lo que es esto, le dice, yo asseguro que me acompañarías en el llanto. Y explica “lo que es” eso con un discurso que se inscribe también en la tradición negativa del memento mori (y sus recurrencias: la tierra y el olvido, el polvo y la nada):

aquel desdichado estrangero es el hombre de todos y todos somos él. Entra en este teatro de tragedias llorando; comiénzale a cantar y encantar con falsedades; desnudo llega y desnudo sale (…) el mundo le engaña, la vida le miente, la fortuna le burla, la salud le falta, la edad le passa, el mal le da prisa, el bien se le ausenta, los años huyen, los contentos no llegan, el tiempo vuela, la vida se acaba, la muerte le coge, la sepultura le traga, la tierra le cubre, la pudrición le deshace, el olvido le aniquila: y el que ayer fue hombre, hoy es polvo y mañana nada.

O preferiríamos el desencanto equívoco (que no hay tal) y sin patetismo en boca de Alonso Quijano el Bueno en su lecho de muerte: en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco, y ya soy cuerdo.

Al comienzo del Cuarto Acto de As you like it reaparece Monsieur Melancolía queriendo conversar con un lindo joven ―en realidad es la inefable Rosalind, travestida y trashumante, que un rato antes buscando a Orlando había huido así disfrazada del ducado que su propio tío había usurpado a su propio hermano, es decir, su propio padre, el Duque de marras. Orlando tallaba en verso su amor por ella en los árboles del bosque y se somete gustoso a un flirteo ingenioso que no viene al caso y después todo se desenreda para contento general del elenco. Menos para Jaques, que no gana ni pierde gran cosa, él diría haber adquirido experiencia (Yes, I have gain'd my experience), y sigue fiel a su inclinación y su fama de cascarrabia. El lindo joven (Rosalind) acepta pero para chancear un poco a un tipo inofensivo y medio loco. Le reprocha precisamente esa melancolía militante y huraña. Es tan bueno estar sólo y no decir palabra, dice Jaques, contradiciéndose. En ese caso, es bueno ser un poste, replica Rosalind. Entonces se ve obligado a explicar a esta muchacha suspicaz, que hace las delicias de Harold Bloom, la especie puntual de su melancolía, que no es exactamente, aclara, la del literato, ni la del músico, ni la del cortesano, ni la del soldado, ni la del legista, ni la de la dama, ni la del enamorado, sino “la suya propia”; menos una patología, como en la doctrina de los humores, que una disposición subjetiva, un punto de vista afinado, una consecuencia crítica de su experiencia privada de la multiplicidad: it is a melancholy of mine own, dice, compounded of many simples, extracted from many objects, and, indeed, the sundry contemplation of my travels; in which my often rumination wraps me in a most humorous sadness. (A Rosalind, indócil, le parece ridículo haber viajado tanto nomás para estar bajoneado). Series y series de objetos “extraídos” en su singularidad, evaluados en su inherencia y solidaridad, eso “compone” el estado de ánimo filosófico; la vida contemplativa, los viajes y el rumiar seguido en torno a ese espectáculo lo ponen de un “humor sombrío”. Estos elementos fueron a parar eventualmente a la metáfora que nos ocupa: la ciencia de finitud y la visión multifacética y especular se implican en ella.


[Edmund Spencer y Baltasar Gracián]

En 1594, aproximadamente cinco años antes de que Shakespeare escribiera su comedia, Edmund Spenser había incursionado, en el soneto LIV de los Amoretti, en la idea del teatro del mundo. Ahí también una mujer arisca zanja el asunto. El caso de Spenser es probablemente único en su especie: difícil reencontrar esta metáfora eludiendo con donaire su acta estoica de nacimiento y su lastre admonitorio para expresar, por contrapartida, el dulce desdén de una dama. Spenser hace de la amada la Espectadora, impávida y ociosa, de tanto afán galante, de tanto vaivén tragicómico (en Calderón de la Barca, en cambio, se lee: ved cómo representáis / que os ve el Autor desde el cielo). Desde el palco, no hay performance del abnegado que la convenza, que la “movilice”. Ella, a despecho de Aristóteles, se burla de la alegría y se ríe de la pena. Pero el envalentonado pareado final, ese arresto de orgullo, que se parafrasearía ―ella es piedra dura, porque esa ya no siente, revierte el esquema del soneto. La voz que recién hablaba desde el cuadro mundano, que probó diversos disfraces sobrellevando, sólo para complacerla, cada ocasión grata o enojosa, y que principalmente establece su estado en el teatro del mundo según la condición de observado por ella whit constant eye, ese “yo lírico” de repente le niega a la altiva observadora el juicio sensible, literalmente la petrifica y se eleva por sobre la escena para ser a fin de cuentas espectador global de la espectadora y de su propio espectáculo:

Of this worlds Theatre in wich we stay,
My love lyke the Spectator ydly sits
beholding me that all the pageants play,
disguysing diversly my troubled wits.
Sometimes I joy when glad ocassions fits,
And mask in myrth lyke to a Comedy:
Soone after when my joy to sorrow flits,
I waile and make my woes a Tragedy.
Yet she beholding me whit constant eye,
delights not in my merth nor rues my smart:
but when I laugh she mocks, and when I cry
she laughes, and harden evermore her hart.
What then can move her? If not merth nor mone,
she is not woman, but a sencelesse stone
[2].

*

La metáfora del gran teatro del mundo se fosilizó en una lengua que estaba en la última fase de su espléndida consolidación, se convirtió en un lugar común, casi una muletilla semántica dentro del imaginario renacentista y barroco. Todavía a mediados del siglo XVIII el Diccionario de Autoridades, que se propuso perpetuar ese esplendor, definía así: Metaphoricamente se llama el lugar donde alguna cosa está expuesta a la estimación o censura universal. Dícese freqüentemente el theatro del Mundo. La metáfora funciona aquí como una especie de categoría, marco teórico (lugar donde) de quien estima o censura universalmente lo que ve. El mundo es un teatro moral que reclama del espectador algún tipo de aprobación o reprobación.

La asimilación fue requerida regularmente y con intención diversa desde Platón en adelante. Una reseña crítica más o menos exhaustiva demandaría un esfuerzo de años. En una página de ese admirable compendio que es Literatura Europea y Edad Media Latina, Ernest Robert Curtius localiza y consigna las apariciones de lo que denomina metáforas del teatro desde la antigüedad grecolatina, pasando por el primitivo cristianismo y la Edad Media, hasta su admirable palingenesia en la España católica del siglo XVII, para finalizar mencionando una de sus tantas proyecciones en el siglo XX: el “Gran teatro del mundo de Salzburgo”, de Hofmannsthal. En efecto, son muchas. Su potencialidad se recreó con los siglos: renace maravillosamente metamorfoseada, por ejemplo, en la visión del mundo psíquica de muchos personajes lúcidos y moribundos de Henry James, o con Víctor Hugo, según propuso recientemente Vargas Llosa en La tentación de lo imposible, magistral ensayo sobre Los Miserables publicado en el año 2004[3]. Pero alcanzó la máxima popularidad y “palingenesia”, como dice Curtius, promediando el XVI y hasta finales del XVII. De allí, por lo pronto, su versatilidad, su carácter migratorio, su presencia oportuna tanto en registros filosóficos, morales, eróticos, litúrgicos, políticos o joviales; incluso, por la tangente, en esa galantería extravagante, según dijo Corneille de La ilusión cómica. El Theatrum Mundi es una figura maleable donde las generaciones elaboraron elementos de su cultura y que supo adecuarse a distantes exigencias históricas, religiosas, estéticas e ideológicas sin perder por ello su afinidad en el tiempo. Las versiones apocalípticas del barroco, por de alguna manera enlazan con dos obras nacidas en el contexto (explícito en el primer caso) de la Guerra Fría y la amenaza latente de una conflagración nuclear: El gran circo del mundo (1969) de Rodolfo Usigli y El gran teatro del fin del mundo (1989), de Homero Aridjis. Esta última, compuesta por seis piezas, y que es una larga noche de Walpurgis en la que se entrecruza el tiempo, la historia, los personajes y la alegoría, comienza y termina con sendos discursos de Calderón de la Barca. Entra con manto de cenizas, describiendo un mundo arrasado por la violencia, la discordia y el desvarío, pero que aún subsiste como teatro, desgarrado y mudo en el cual unos cuantos comediantes, que han sobrevivido a la hecatombe de todos los días, han deseado representar por última vez unos cuantos episodios de la historia humana. En la última breve escena de la extensa obra de Aridjis toma de nuevo la palabra Calderón de la Barca, de nuevo en manto de ceniza, un poco demasiado lastimoso, denunciando una doble entidad siniestra que se regodea en el tormento de sus marionetas: en otra parte, no aquí, hay un corral de sombras donde el Autor Soberano y el Espectador Anónimo se reúnen para admirar las obras representadas en la anchurosa plaza del Gran Teatro del Mundo; para reír de ellas, mientras nosotros, pobres actores, nos afanamos para entender las farsas y misterios que representamos.

*

Habría entonces dos principales entonaciones de esta metáfora, según las consecuencias seguidas del imperativo del Enquiridión de Epicteto: Acuérdate de que eres actor de un drama que habrá de ser cual el autor lo quiera. En 1645 se publicó la traducción libre en verso “con consonantes” que hiciera Quevedo de ese manual en griego razonado en una cárcel romana. Por esa vía se difundió ampliamente en la España católica del siglo XVII la versión estoica, que estaba en el aire desde antes. La versión quevedeana del fragmento es como sigue:

No olvides que es comedia nuestra vida,
y teatro de farsa el mundo todo,
que muda el aparato por instantes,
y que todos en él somos farsantes:
acuérdate que Dios de esta comedia
de argumento tan grande y tan difuso
es autor, que la hizo y la compuso.
Al que dio papel breve
sólo le tocó hacerlo como debe,
y al que se lo dio largo
sólo el hacerlo bien dejó a su cargo:
si te mandó que hicieses
la persona de un pobre, o de un esclavo,
de un rey o de un tullido,
haz el papel que Dios te ha repartido,
pues sólo está a tu cuenta
hacer con perfección tu personaje,
en obras, en acciones y en lenguaje:
que el repartir los dichos y papeles,
la representación, o mucha o poca,
sólo al autor de la comedia toca.

Se discutió si Calderón de la Barca se inspiró y amplificó la traducción de Quevedo o si fue al revés. En cualquier caso, los dos podían conocer la traducción que en 1569 un canónigo de Burgos que se llamó Baltazar Pérez del Castillo hizo de El theatro del mundo, del moralista francés Pierre Bovistuau, escrita en 1558, y para quien, con respaldo de autoridad grecolatina y escolástica, no es otra cosa esta vida sino un teatro de miserias y calamidades. Las versiones de Quevedo y Calderón se orientan hacia un mismo conservadurismo. La estructura teatral opone una garantía de orden, un esquema dramatúrgico estable, un reparto garantizado, a las conmociones a veces aberrantes que se sentían en todos los dominios de la actividad humana en ese entonces: el argumento del mundo se volvió, en pocos años, tan grande y tan difuso. En el Auto Sacramental también se les da a las criaturas representantes libertad relativa (“sólo está a tu cuenta” etc., traduce por su parte Quevedo) pero para obrar conforme a la salvación dentro de un papel pautado unilateralmente: por eso les di / albedrío superior / a las pasiones humanas, / para no quitarles la acción / de merecer con sus obras. En ese contexto, la metáfora del gran teatro es algo como una fantasía pedagógica postulando un tipo de resignación devota. La devoción edifica el engaño y salva a la metáfora, siempre que sea más llevadero resignarse a “hacer con perfección” el rey que el esclavo o el tullido. Pero el Autor, como el dios de Quevedo que reparte dichos y papeles, es inapelable: justicia distributiva soy, / y sé lo que os conviene.

José Antonio Maravall en La Cultura del Barroco muestra en profundidad ese estado de cosas “calamitoso”, la sociedad dramática, contorsionada, gesticulante, según escribió. El ensayo es indispensable para comprender la crisis, pero casi no cuenta en su abordaje otro elemento decisivo: el humor, ese que, según Octavio Paz, es la gran invención del espíritu moderno y que no toma forma hasta Cervantes. Milan Kundera, retomando la idea de Paz pero refiriéndose a Rabelais, escribió que el humor es la embriaguez de la relatividad de las cosas humanas, el extraño placer que provoca la certeza de que no hay certeza. Las menciones a Cervantes en el libro de Maravall (publicado en 1975 y revisado en 1980), en proporción con las que destina a Calderón de la Barca, Quevedo u otros moralistas, son escasas. La lectura pesimista de la metáfora sin embargo se mantuvo: Fernando R. de la Flor, en Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico (investigación que, según expresó el autor, complementó después de veinticinco años la aproximación del maestro), observa que la gran metáfora del Theatrum Mundi ha recorrido la espina dorsal del pensamiento trágico occidental.

Incorporando la ambigüedad humorística de que adolecía monsieur Melancolía y la mayoría de sus contemporáneos (que prefirieron el sarcasmo o la sátira, la indignación burlesca), Cervantes también ironiza sobre el lugar común del gran teatro, relativizando su pesimismo y cumpliendo, con ese “extraño placer” que dice Kundera, la “síntesis más perfecta” que dice Panovsky[4]. (En la comedia de Shakespeare, según se vio más arriba, la ironía trabaja por contraste, es frontal, jocoseria diría Herrera y Reissig). Se trata de un breve pasaje de una conversación que el escudero y su amo entablan después de haberse cruzado, camino de Zaragoza, con los recitantes de la compañía de Angulo el Malo, que casualmente venían de representar esa misma mañana, la octava del Corpus, el Auto de fe titulado “Las cortes de la Muerte”. Ese episodio previo al diálogo que decimos es indispensable. Como tenían otra función cerca los recitantes prefirieron viajar disfrazados para ganar tiempo, y cabe suponer que a quien había alucinado gigantes por molinos, topar La Muerte y su mero séquito en carreta iría a exacerbar la monomanía literaria. No. Los pájaros de antaño ya abandonaban los nidos de hogaño. O se preparaba para burlar por siempre a sus dobles apócrifos, salvo al que inventó Pierre Menard. Declara el viejo Caballero no obstante con espíritu positivista que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño y se ofrece a los recitantes para cualquier cosa que pueda seros de provecho, puesto que, termina adorablemente diciendo, desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula. En la tercera salida los sentidos ya no engañan como antes a Alonso Quijano, de eso se encarga ahora la terrible cordura según se sabe de los demás[5].

Después del encuentro, entonces, con los recitantes de la compañía de Angulo el Malo, el Quijote iba aconsejando a Sancho que tuviese en gracia a la comedia y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los que las componen, agrega: porque son todos instrumentos de hacer un gran bien a la república, poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se veen al vivo las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay que más al vivo nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los comediantes. (Hamlet opinaba igual, y es igualmente hospitalario cuando llegan los cómicos a Palacio. Haced que os traten con esmero, le encarga a Polonio, porque ellos son, dice, the abstract and brief chronicles of the time. Corneille fue más lejos: el desenlace de la Ilusión Cómica es una gallarda defensa del gremio de los actores). Puesto que así como al finalizar la función y sin el vestuario quedan todos los recitantes iguales, no importa el papel que les haya tocado en suerte, lo mismo sucede en el trato deste mundo (...): en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan todos igual. Pero interesa especialmente la respuesta de Sancho, que exhibe de pronto una nueva “discreción”, bienvenida por su amigo y Señor y que por lo menos confirma el grado de divulgación de la metáfora en el Siglo de Oro: Brava comparación -dijo Sancho-, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez. El Quijote hace su discurso retórico sobre la idea del teatro como espejo de la vida y de la muerte igualadora, que no toma desprevenido ni a Sancho, pero porque la metáfora sostiene ahora la estructura y las alternativas de un mundo cuya realidad los hombres han vuelto, al decir de Auerbach, un teatro inacabable.

La igualación en la muerte era otra figura derivada del pesimismo barroco asociada, como el memento mori, con la noción de gran teatro. Está presente, como queda dicho, en Calderón de la Barca. Cuando termina la obra, el Mundo despoja a los Actores. ¿Cómo me quitas lo que ya me diste?, le pregunta el Rey. Porque dados no fueron, no, prestados / sí para el tiempo que el papel hiciste. Y, más adelante, el Pobre: Ya acabado tu papel, / en el vestuario ahora / del sepulcro iguales somos. Y la Discreción: En una pobre mortaja / no hay distinción de personas.

La calavera fue y será el emblema de esa indiferenciación general sin “vestuario”. Ya hay una en los Diálogos de Luciano: Hermes guía a Menipo recién llegado al mundo de los muertos que es, desestimando versiones espeluznantes, un predio de huesos amontonados. El incauto Menipo está ansioso por ver a Helena: este cráneo es Helena, es la respuesta lacónica de Hermes, que no tiene tiempo para filosofar y deja al novato descansando por ahí. El príncipe en pena sosteniendo el cráneo de un bufón igual al fin al de Alejandro Magno junto a la sepultura es la apoteosis de esa iconografía literaria. La novela picaresca se prestaba también para el uso de esta imagen, pero a diferencia de la perpetuación calderoniana (y, según reza el estribillo, obrad bien que Dios es Dios), esta vez como a contrapelo, para impugnar toda jerarquía heredada en vida de los vivos.

Cabe recordar un instante que en el Auto de Fe, por intercesión de la Discreción, el Autor termina concediendo la mesa con cáliz al Rey, aunque poco antes, sin embargo, este le hubiera negado una limosnita al Pobre pero que, eso sí, había auxiliado en su momento a la Religión y así asegurado su continuidad en escena. En la picaresca, en cambio, el límite de la muerte y la relativización de los valores seculares que eso supone hace insufrible la pedantería de cualquier notable. Lo dice así Guzmán de Alfarache con un remate memorable: lastimosa cosa es que quiera un ídolo de estos tales particular adoración, sin acordarse de que es hombre representante, que sale con aquel oficio o con figura dél y que se volverá presto a entrar en el vistuario del sepulcro a ser ceniza, como hijo de la tierra. Mira, hermano, que se acaba la farsa y eres lo que yo y todos somos unos.

Si el camino del desengaño orientaba el desarrollo de El Criticón, en las primeras páginas de ese libro la metáfora desvía parcialmente su significado del memento mori, de la miseria del mundo, de la arbitrariedad de la desigualdad, de la igualación postmortem, del “casting” prepotente del Autor y el libre albedrío relativo, de la salvación, la moral del tipo que fuera, el galanteo o la eucaristía -al montaje primero que permite cualquiera de esas variantes, la matriz escénica de la condición. El espectáculo, escribió Barthes, es la categoría universal bajo cuya especie es visto el mundo. Sería el gran cinema del universo: esos efectos especiales son insuperables -salvo que en beneficio de la supervivencia de la especie predomine la cruda aceptación de las cosas como son. La anécdota es algo más o menos así: en el primer párrafo, Mal sostenido de una tabla, el náufrago Critilo lucha contra las olas que rompen en las costas de la isla Santa Elena. Equívoco entre la vida y la muerte, lamenta entre suspiros la muy pésima decisión de haber embarcado.
La terrible situación en que se encuentra le inspira una expresiva metáfora, que se las ingenia para pronunciar: una nave no es otro que un ataúd anticipado. La fuerza del golfo lo zarandea hasta que un joven angelical alarga sus brazos y lo rescata asegurándole la dicha con la vida. Es Andrenio, isleño que había sido criado por bestias maternales en una caverna. Cuando este chico silvestre, desprovisto de lenguaje articulado, consigue al fin, gracias al magisterio del náufrago, hablar seguidamente y con igual copia de palabras a la grandeza de sus sentimientos, entonces da prodigiosamente razón de sí relatando su entrada en “El Gran Teatro del Universo” (tal es el título de la “crisi” y admite tal vez una lectura platónica). Cuenta entonces que una noche (aunque para Andrenio siempre era de noche ahí encerrado), mientras dormía, un sismo lo liberó por fin de su cárcel: parecía quererse venir a la nada toda aquella gran máquina de peñas. Cuando logra desenterrarse empieza viendo una luz entre los escombros, una bien patente ventana. Se acerca a ella dudando todavía hasta asomarse completamente a aquel rasgado balcón del ver y del vivir y recorre con la vista este gran teatro de cielo y tierra. Lo que sigue del capítulo es una imperdible relación sobre el efecto de la magnificencia de lo creado como si lo viésemos por primera vez con plena conciencia de estar haciendo eso mismo en ese instante antes de haber aprendido a hablar. La metáfora del teatro para expresar lo que Fromm llamaría “el don del asombro”. Nada escapa a la curiosidad y deleite de Andrenio: el alba, las estrellas, la luna, el mar, las aves, las estaciones; pero la coordinación, la distribución, la composición de oposiciones, la imponderable belleza e interés recíproco de todo con todo. Gracián extiende el alcance de la metáfora del gran teatro al universo entero, a “cielo y tierra”, para concebir el portento de lo que hay y la sabiduría que regula su funcionamiento espléndido.

*

En su vagabundeo picaresco por los Estados Unidos, Karl Rossmann, jovencito europeo enviado al exilio tras haber embarazado a la sirvienta paterna, da finalmente con un aviso un poco inverosímil: “El Teatro de la Naturaleza de Oklahoma”, el más grande del mundo (se dice que nadie lo vio entero), contrataba personal ese mismo día de seis a doce en el hipódromo de Clayton, por primera y última vez. Una de las tantas delegaciones itinerantes de reclutamiento con las que contaba este teatro inextricable. Decía el anuncio, entre otras locuciones de ascendencia profética y milenarista: ¡Quien deja pasar esta ocasión, la deja pasar para siempre! (...) Nuestro teatro emplea a todos, y coloca a cada cual en su sitio (...) ¡Ay de aquel que no nos crea! Karl es el primero en llegar al hipódromo donde con gran aparato los de Oklahoma había montado sus oficinas de contratación y el último en ser aceptado: no tiene profesión, es lo que hoy se diría un ilegal y no le conviene blanquear su verdadero nombre. Lo derivan de despacho hasta que, como prometía el anuncio, es “empleado”. Un gran cartel del hipódromo resumirá para siempre su nuevo nombre y su empleo flamante: Negro, tramoyista. En las transacciones del contrato Karl deja pendiente su identidad y su vocación de ser ingeniero. El personaje de Kafka no es, propiamente hablando, un actor: es el subalterno de las bambalinas, encontró un amigo en el tren -y está contento.

A Juan Barrionuevo

Notas


[1] Para Hatzfeld, el concepto de que el mundo entero es “un escenario” finito que refleja lo infinito, al cual le dedica un párrafo de sus Estudios sobre el barroco, se inscribe en una serie de motivos que atraviesan casi todo el siglo XVII. No hace distinción entre Literatura y Arte: alude, por ejemplo, a las columnatas de Bernini que flanquean la Plaza de San Pedro y que tienen como fin principal el preparar un enorme escenario para los peregrinos que rinden homenaje al Santo Padre. Los motivos a los que se refiere y que tocan más o menos tangencialmente la metáfora del gran teatro, son, entre otros, el horror de la muerte y el sarcasmo de ese mismo horror, la predilección por la escenografía operesca en los retratos, las representaciones del claroscuro y la luz equívoca, la obsesión por los espacios infinitos y por la curiosidad impertinente. Su explicación de esta última, el arte barroco de “mirar a hurtadillas”, es la siguiente: Donde hay “puesta en escena”, hay sorpresa, a veces poco conveniente, como ocurre en todos los motivos de intrusión en secretos e intimidades.
[2] Y están los “pageants” del tercer verso, que era un tipo de teatro religioso, ciudadano y callejero, muy popular en el siglo XV en Inglaterra y Francia, inspirado en episodios bíblicos. Eran representados y patrocinados, generalmente, por distintos gremios. Los pageants solían ser largos ciclos que abarcaban secuencialmente la historia universal desde el Paraíso al Juicio. El término, expresando también una suerte de teatro de variedades universal, figura en Shakespeare. Inmediatamente antes del comentado pasaje de Jaques sobre los siete actos de la comedia del hombre, casi inspirándolo, el Duque, que acaba de recibir en buen plan al pobre Orlando entre su comitiva, dice para consuelo general (el mismo es una especie de refugiado cordial): Thou seest we are not all alone unhappy: / This wide and universal theatre / Presents more woeful pageants than the scene / Wherein we play in. Se ha visto en esta frase una referencia al “Globe Theatre”, construido en 1599, cuya divisa era, precisamente: Totus mundus agit histrionem.
[3] Vargas Llosa compara concretamente la relación del narrador de la mega novela (a quien llama “el divino estenógrafo”) con sus personajes y la que se establece entre el Autor y sus criaturas en el Auto de Fe de Calderón de la Barca.
[4] Hay en especial un pasaje de Saturno y la melancolía extensible, de alguna manera, al costado cervantino del gran teatro del mundo y que encierra una sugestión básica en torno al tema y sus inmediaciones, aunque no lo aludan explícitamente: La gran poesía donde halló expresión [la melancolía específicamente moderna] nació en el mismo período que vio surgir el tipo específicamente moderno de humor conscientemente cultivado, una actitud en evidente correlación con la melancolía. Los dos, el melancólico y el humorista, se nutren de la contradicción metafísica entre lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad, o como queramos llamarlo. Los dos comparten la característica de obtener a la vez placer y dolor en la conciencia de esa contradicción (…). Pero la síntesis más perfecta de pensamiento profundo y anhelo poético se logra cuando el verdadero humor se ahonda con el concurso de la melancolía; o para decirlo a la inversa cuando la verdadera melancolía se transfigura con el concurso del humor.
[5] Erich Auerbach, que dedicó un ensayo de Mímesis al episodio inmediatamente anterior al del carro de la Muerte, es decir, el del encantamiento de Dulcinea, observa que lo que aquí hace Sancho Panza, asumir un papel que no es el suyo, transformándose y jugando con la locura de su señor, lo hacen constantemente otros personajes de la novela. La locura de Don Quijote da pie a interminables transformaciones y trucos. Enumera a continuación algunos ejemplos y concluye: estas metamorfosis convierten la realidad en un teatro inacabable, sin que por eso deje de ser realidad.



La traducción poética


Alejandro Bekes

On Melancholy


El destino de las palabras, como el de los hombres, puede ser asombroso. Para los médicos de la Grecia clásica, encabezados por Hipócrates, melankholía era una patología causada por la presencia de bilis en la sangre, es decir, por una desafortunada mezcla de humores corporales. El vocablo, de hecho, fue correctamente traducido al latín por atrabilis, “bilis negra”. Es claro que ya en la antigüedad se atribuyó a problemas orgánicos el mal humor permanente, unido al desgano y al desaliento que se alternan con bruscos accesos de ira, de donde la palabra vino a significar, por metonimia y de modo característico, “mal humor”, “humor atrabiliario”. El término, por otra parte, integraba la teoría hipocrática de los cuatro humores o temperamentos: flemático, sanguíneo, bilioso y melancólico; a cada uno le correspondía una estación del año y uno de los cuatro elementos de la naturaleza. Había, pues, un typus melancholicus (relacionado con el otoño y con la tierra) que se hallaba predispuesto a contraer la afección llamada melancolía.[1] El diccionario español define la melancolía como una “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente”; agrega que ésta nace de “causas físicas o morales” y que quien la padece “no encuentra gusto ni diversión en nada”. La breve evolución del concepto no encierra mayor misterio, pero no explica el prestigio que la palabra fue ganando, a lo largo de siglos, en la poesía de Occidente, y que a fuerza de efusiones sentimentales (recordemos al impenitente Neruda juvenil de los Veinte poemas) nos parece hoy, quizá, algo desvaído, si no marchito del todo. Es una lástima, porque es un vocablo más expresivo y sobre todo menos deprimente que “depresión”. Parece típico de nuestro tiempo que una voz clínica haya reemplazado a la literaria; pero también “melancolía” fue, como vemos, un término médico. Quizá haya que buscar su raro valor lírico en su intrínseca musicalidad, en su resonancia ligeramente misteriosa.

Cuando Robert Burton dio a la estampa, en 1621, la primera y más breve versión de su Anatomy of Melancholy, los ingleses que leyeron u hojearon sus 900 páginas tendrían bien presentes las palabras que Hamlet, enlutado príncipe de los melancólicos, suelta ante los espías de su falso rey:

I have of late –but wherefore I know not– lost all my mirth, forgone all custom of exercises; and indeed it goes so heavily with my disposition that this goodly frame, the earth, seems to me a sterile promontory, this most excellent canopy, the air, look you, this brave o'erhanging firmament, this majestical roof fretted with golden fire, why, it appears no other thing to me than a foul and pestilent congregation of vapours. What a piece of work is a man! how noble in reason! how infinite in faculty! in form and moving how express and admirable! in action how like an angel! in apprehension how like a god! the beauty of the world! the paragon of animals! And yet, to me, what is this quintessence of dust?

“Desde hace un tiempo —pero la causa no la sé— he perdido toda mi alegría y olvidado todas mis habituales ocupaciones; y sin duda esto pesa tan gravemente en mi disposición, que esta estupenda arquitectura, la tierra, me parece un estéril promontorio; este dosel magnífico del aire que veis, este alto firmamento colgado sobre nosotros, este majestuoso techo esmaltado con dorado fuego, ay, todo esto se presenta a mis ojos como una torpe y pestilente aglomeración de vapores. ¡Qué obra maestra es un hombre! ¡Qué noble es su razón! ¡Qué infinitas sus facultades! En forma y movimientos, ¡cuán expresivo y admirable! En su acción, ¡qué parecido a un ángel! En su entendimiento, ¡qué semejante a un dios! ¡La belleza del mundo, el paradigma de los vivientes! Y sin embargo, ¿qué es para mí esta quintaesencia del polvo?” (Hamlet, Acto II, Escena II)

El inicio del tratado de Burton recuerda vivamente el pasaje de Shakespeare, como si fuera una amplificación retórica (una amplificación anhelante, acuciante, asmática) de aquél:

Man the most excellent and noble creature of the world, the principal and mighty work of God, wonder of Nature, as Zoroaster calls him; audacis naturae miraculum, the marvel of marvels, as Plato; the abridgment and epitome of the world, as Pliny; microcosmus, a little world, a model of the world, sovereign lord of the earth, viceroy of the world, sole commander and governor of all the creatures in it; to whose empire they are subject in particular, and yield obedience; far surpassing all the rest, not in body only, but in soul; imaginis imago, created to God's own image, to that immortal and incorporeal substance, with all the faculties and powers belonging unto it; was at first pure, divine, perfect, happy, created after God in true holiness and righteousness; Deo congruens, free from all manner of infirmities, and put in Paradise, to know God, to praise and glorify him, to do his will, Vt diis consimiles parturiat deos (as an old poet saith) to propagate the church.
But this most noble creature, Heu tristis, et lachrymosa commutatio (one exclaims) O pitiful change! is fallen from that he was, and forfeited his estate, become miserabilis homuncio, a castaway, a caitiff, one of the most miserable creatures of the world, if he be considered in his own nature, an unregenerate man, and so much obscured by his fall that (some few relics excepted) he is inferior to a beast, Man in honour that understandeth not, is like unto beasts that perish, so David esteems him: a monster by stupend metamorphoses, a fox, a dog, a hog, what not? Quantum mutatus ab illo! How much altered from that he was; before blessed and happy, now miserable and accursed; He must eat his meat in sorrow, subject to death and all manner of infirmities, all kind of calamities.

“El hombre, la más excelente y noble criatura del mundo, la principal y magnífica obra de Dios, maravilla de la naturaleza, según lo llama Zoroastro; audacis naturae miraculum, maravilla de maravillas, según Platón; el resumen y compendio del mundo, según Plinio; microcosmus, un pequeño mundo, un modelo del mundo, soberano señor de la tierra, virrey del mundo, único comandante y gobernador de todas las criaturas; a cuyo imperio éstas están sujetas una por una y rinden obediencia; que sobrepasa por lejos a todas las otras, no sólo en su cuerpo sino en su alma; imaginis imago, creado a imagen del propio Dios, de esa inmortal e incorpórea sustancia, con todas las facultades y poderes que le pertenecen; que fue al principio puro, divino, perfecto, feliz, creado por Dios en verdadera santidad y rectitud; Deo congruens [semejante a Dios], libre de todas las enfermedades y puesto en el Paraíso, para conocer a Dios, para glorificarlo y hacer su voluntad, ut diis consimiles parturiat deos [para que dé a luz dioses iguales a los dioses] (como dijo un viejo poeta), para propagar su iglesia.

“Pero esta nobilísima criatura, Heu tristis et lachrymosa commutatio (exclamó alguno), ay triste y lamentable transformación, cayó de donde estaba y fue privado de su estado, devino un miserable homúnculo, un náufrago, un despojo, una de las más míseras criaturas del mundo, si debe ser considerado en su propia naturaleza, un ser no regenerado, y a tal punto oscurecido por su caída que (salvo por algunas reliquias) resulta inferior a una bestia: “El hombre que no entiende de honor es como las bestias que perecen”, según juzga David: un monstruo de asombrosas metamorfosis, un zorro, un perro, un cerdo, ¿qué cosa no? Quantum mutatus ab illo! ¡A qué punto cambiado de lo que era! Antes bendito y feliz, ahora miserable y maldito; debe comer su pan en la desdicha, sometido a la muerte y a toda suerte de enfermedades y a toda clase de calamidades.”

Así pues, la raíz de la melancolía (tal como el categórico bardo y luego el copioso ensayista la entendieron) es simplemente la condición humana, o acaso el pecado original, según se elija definir lo que también se llamó tiempo después el “mal metafísico” y antes el spleen y de manera más clásica taedium vitae. El cual no es mero aburrimiento, sino esa rara cosa que los franceses llaman ennui, con desmayada palabra que no parece encontrar equivalente en el rústico y animoso castellano y que ha desalentado y desalentará siempre a los traductores de Baudelaire... No obstante, aquí el doctor Russell P. Sebold, en su espléndida y polémica Trayectoria del Romanticismo español, me recuerda que ya don Juan Meléndez Valdés había encontrado, a fines del XVIII, la denominación más exacta para la melancolía romántica, y la había estampado en un poema que precisamente alude a aquella en el título.

No es sorprendente (escribe Sebold) que al sentirse el romántico rechazado por cielo y tierra y al experimentar así todo el mundo en torno suyo como un enorme vacío en el que no se le cumplirá ninguna de sus aspiraciones, no es sorprendente, digo, que en tales circunstancias, el romántico encuentre un nuevo paralelo entre el vacío macrocósmico y el vacío microcósmico de su propio corazón hastiado. Ya en el famoso pasaje de la elegía de Meléndez Valdés “El melancólico, a Jovino” (1794) en el que se forjó el nombre español del dolor romántico, se presenta la pena del alma sensible como originada de una dialéctica entre un vacío exterior y otro interior: “... mi espíritu, insensible / del vivaz gozo a la impresión suave, / todo lo anubla en su tristeza oscura, / materia en todo a más dolor hallando, / y a este fastidio universal que encuentra / en todo el corazón perenne causa”.[2]

Excede largamente mi paciencia mostrar aquí la razón por la que una afección moral (o psicosomática, si se prefiere, pero con raíces sociales y políticas y religiosas...) llegó a adquirir rango de experiencia poética; me limitaré a decir que esto sucedió en el último tramo del siglo XVIII y que el proceso está bien estudiado en el libro de Isaiah Berlin Las raíces del romanticismo. O en fin, para no limitarme tanto y ganarme acaso la enemistad del lector, diré también que los hombres de entonces, sintiéndose desposeídos de sus bienes económicos y espirituales por las violencias de la época (signada ya por la revolución industrial), sintiéndose condenados a la pobreza o a la desdicha, optaron por atribuir a esos males un mérito propio y singular. Trataron, cristianamente, de darle al dolor un valor positivo. El Evangelio había dicho: “Felices los que lloran, porque serán consolados.” Los románticos afirmaron estar orgullosos de su llanto, y más aun si ese llanto no esperaba ningún consuelo, ni en este mundo ni en el otro, por si lo hubiera. En todo caso, sentirse excluidos, condenados, malditos, fue suficiente premio en medio de un mundo que despreciaban, o que decían despreciar, con cierto inocultable resentimiento. Pero acaso esta descripción peque de ligera, y quien escuche al más alto de los románticos, a John Keats, hablarnos expresamente de la melancolía, comprenderá quizá que hay en ésta algo más importante que la autocompasión, algo más hondo incluso, tal vez, que aquel hondo “goce de la melancolía” de Goethe, auténtico grito del alma, al que Beethoven supo incorporarle una música y una voz inolvidables:

Wonne der Wehmut

Trocknet nicht, trocknet nicht,
Tränen der ewigen Liebe!
Ach, nur dem halbgetrockneten Auge
Wie öde, wie tot die Welt ihm erscheint!
Trocknet nicht, trocknet nicht,
Tränen unglücklicher Liebe!


Goce de la melancolía

¡No os sequéis, no os sequéis,
lágrimas del eterno amor!
¡Ay, desierto, en el ojo a medias seco,
y como muerto el mundo se aparece!
¡No os sequéis, no os sequéis,
lágrimas del desgraciado amor!

Dicen que Burton escribió la Anatomía de la Melancolía para librarse de la melancolía. Victor Hugo, en El hombre que ríe, ha dicho que la mujer se consuela con el amor, el bosque con la curruca y el filósofo con el epifonema. Sin duda el poeta intenta curarse de la melancolía poniéndola en verso, musicalizando su decepción y su angustia. Así ha sido siempre, mucho antes, es obvio, de que los románticos le impusieran su sello. No hace falta decir que en castellano tenemos más que abundante literatura sobre el asunto, desde José Cadalso, al menos, hasta Luis Cernuda, o mejor todavía, hasta nuestro José Luis García Martín, pero creo que nadie ha mostrado mejor ni con mayor seriedad y delicadeza los ropajes de la melancolía que Rubén Darío, y no sólo, está claro, en el poema que lleva justamente ese título:

Melancolía

Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
Voy bajo tempestades y tormentas
ciego de ensueño y loco de armonía.

Ese es mi mal. Soñar. La poesía
es la camisa férrea de mil puntas cruentas
que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
dejan caer las gotas de mi melancolía.

Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo.
A veces me parece que el camino es muy largo
y a veces, que es muy corto.

Y en este titubeo de aliento y agonía
cargo, lleno de penas, lo que apenas soporto.
¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?

He reunido aquí un negro ramillete (una melanoantología) de versiones de poemas melancólicos, plúmbeos, otoñales o atrabiliarios. Las variaciones del sentimiento que en ellos se observan no sólo se deben (como el lector avisado comprenderá) a la condición y estilo peculiar de cada poeta, sino también al azar que puso estos textos bajo mis ojos. Empiezo por el melodioso ruiseñor de Petrarca (1304-1374), que volvió a trinar en Occidente con los acentos que Virgilio le había prestado en las Geórgicas, y que expresa como ninguno la melancolía de la pérdida y de la muerte. Le sigue un soneto de Camões (1524-1580), que indaga la presencia de una cosa dolorosa y sin nombre en el alma del amante ya desdichado y sin ilusiones. Viene después, contrariando la cronología, Iacopo Sannazaro (1455-1530), famoso en el Renacimiento como autor de unas Églogas que recordaría el bachiller Sansón Carrasco en el capítulo final del Quijote (donde asimismo se habla, ay, de melancolías); el soneto aquí traducido recrea un pasaje de las Elegías de Propercio (2.11), que también expresa el despecho del poeta por la mujer que no recompensará con caricias sus encomios en metro. Sería muy lindo (pero no es este el lugar de hacerlo) mostrar de qué modo el poeta italiano amplifica y al mismo tiempo reduce la concisión estupenda del latino.[3] En todo caso, creo que el texto de Sannazaro es un ejemplo magnífico de humor atrabiliario y de maldición indirecta y rotunda.

Traigo enseguida un grave soneto de Shakespeare, que melancólicamente previene el desdén del amado. He optado por dejar de lado la rima en mi versión (espero que no demasiado indigna) de la espléndida oda de Keats, escrita en 1819. En ella todo es admirable, pero en particular lo es el inicio in medias res. El poeta había redactado, según se ha sabido y refiere Cortázar, una estrofa preparatoria, cargada de símbolos muy explícitos, que con sabiduría excluyó finalmente. Viene a continuación el poema de Leopardi A sè stesso, tantas veces citado y traducido, pero también inexcusable en cualquier antología melancólica que se precie de tal. Le sigue el cardinal soneto El desdichado de Gérard de Nerval, cuyos enigmas y símbolos he tratado de dilucidar hace tiempo, sin duda con escasa fortuna.

Contra la impenetrable negrura de Leopardi, parece de oro y rosa la “Languidez” de Verlaine (1844-1896); no obstante, recordaré aquí que el poeta francés se definió a sí mismo como un “saturnino”, nacido bajo la influencia de un planeta de plomo; su melancolía, aquí modestamente titulada Langueur, aparece representada en un cuadro arquetípico, el del Imperio en su decadencia. Sigue a esto un delicado paisaje oriental de Albert Samain (1858-1900), en tres melancólicos cuadros, y luego un poema de la zona legible de Mallarmé, y finalmente un breve texto otoñal de Rainer Maria Rilke, que tomé prestado y recreé de la antología de Rodolfo Modern. Sé que se podrían agregar muchos textos a este caprichoso bouquet melancólico. Pero me declaro aquí desanimado para proseguir. Forse altro canterà con miglior plettro.


Concordia, 13 de marzo, 2009

Notas

[1] Estas noticias provienen de la Historia del Pensamiento Filosófico y Científico, de Reale y Antiseri, y del libro La melancolía, del doctor Tellenbach.
[2] Sebold, 1983, Trayectoria del Romanticismo español, Barcelona, Crítica, pp. 24-5. Las cursivas en el verso de Meléndez son por supuesto de Sebold.
[3] Transcribo, para quien guste hacer la comparación, los versos de Propercio: Scribant de te alii uel sis ignota licebit: / laudet, qui sterili semina ponit humo. / Omnia, crede mihi, tecum uno munera lecto / auferet extremi funeris atra dies; / et tua transibit contemnens ossa viator, / nec dicet ‘Cinis hic docta puella fuit’.



Francesco Petrarca


Sonetto 311


Quel rosignuol che sì soave piagne
forse suoi figli o sua cara consorte
di dolcezza empie il cielo e le campagne
con tante note sì pietose e scorte,

e tutta notte par che m’accompagne
e mi rammente la mia dura sorte,
ch’altri che me non ò di chi mi lagne
ché ‘n dee non credev’io regnasse Morte.

O che lieve è inganar chi s’assecura!
Que’ duo bei lumi assai più che ‘l sol chiari
chi pensò mai veder far terra oscura?

Or cognosco io che mia fera ventura
vuol che vivendo e lagrimando impari
come nulla qua giù diletta e dura!


*

Soneto 311


El ruiseñor aquel, que se lamenta
por sus hijos tal vez, o por su amada,
y dulcemente el cielo, el campo alienta
con música piadosa y modulada,

me sabe acompañar toda la noche
y recordarme así mi duro sino;
que sólo sobre mí cae mi reproche:
no pensé que muriera lo divino.

¡Qué fácil, engañar a quien confía!
Los ojos en que el sol se complacía
¿quién pensó que se hicieran tierra oscura?

Nunca ya mi ventura me defienda
de que con vida y llanto esto comprenda:
nada aquí abajo nos deleita y dura.



Luís de Camões



Soneto 3


Busque Amor novas artes, novo engenho,
para matar-me, e novas esquivanças;
que não pode tirar-me as esperanças,
que mal me tirará o que eu não tenho.

Olhai de quê esperanças me mantenho!
Vede que perigosas seguranças!
Que não temo contrastes nem mudanças,
andando em bravo mar, perdido o lenho.

Mas, conquanto não pode haver desgosto
onde esperança falta, lá me esconde
Amor um mal, que mata e não se vê.

Que dias há que n’alma me tem posto
um não sei quê, que nasce não sei donde,
vem não sei como, e dói não sei por quê.


*

Soneto 3


Nuevas artes Amor para matarme
busque, y un nuevo ingenio y acechanza;
no puede ya quitarme la esperanza:
¿cómo lo que no tengo ha de quitarme?

¡De qué ilusiones debo sustentarme!
¡Qué peligrosa fuera la confianza!
Y no temo contraste ni mudanza
en bravo mar, sin leño al que aferrarme.

Que aun cuando no puede haber despecho
donde no hay esperanza, allí me esconde
mi Amor un mal que mata y no se ve.

Que hace días me ha puesto aquí en el pecho
un no sé qué, que nace no sé dónde,
y llega y duele, aunque no sé por qué.



William Shakespeare



Sonnet XLIX


Against that time, if ever that time come,
When I shall see thee frown on my defects,
Whenas thy love hath cast his utmost sum,
Called to that audit by advised respects;

Against that time when thou shalt strangely pass
And scarcely greet me with that sun thine eye,
When love, converted from the thing it was,
Shall reasons find of settled gravity:

Against that time do I ensconce me here
Within the knowledge of mine own desert,
And this my hand against myself uprear,
To guard the lawful reasons on thy part.

To leave poor me thou hast the strength of laws,
Since why to love I can allege no cause.


*

Soneto XLIX


Contra ese tiempo, si ese tiempo viene,
cuando muestres tu ceño a mis defectos,
y ya tu amor, sumando lo que tiene,
rinda cuenta ante lógicos respectos;

contra ese tiempo, cuando ajeno vayas
y el sol de tu ojo apenas me salude,
cuando el amor, tornado hacia otras playas,
tras razonable gravedad se escude;

contra ese tiempo aquí yo me resguardo
en el saber de lo que yo merezco
y tu razón legal contra mí guardo
y por ti alzo esta mano y comparezco.

Ley te asiste, ay de mí, para dejarme,
sin causa que yo alegue para amarme.



John Keats




On Melancholy


No, no, go not to Lethe, neither twist
Wolf’s-bane, tight-rooted, for its poisonous wine;
Nor suffer thy pale forehead to be kiss’d
By nightshade, ruby grape of Proserpine;
Make not your rosary of yew-berries,
Nor let the beetle nor the death-moth be
Your mournful Psyche, nor the downy owl
A partner in your sorrow’s mysteries;
For shade to shade will come too drowsily,
And drown the wakeful anguish of the soul.

But when the melancholy fit shall fall
Sudden from heaven like a weeping cloud,
That fosters the droop-headed flowers all,
And hides the green hill in a April shroud;
Then glut thy sorrow on a morning rose,
Or on the rainbow of the salt-sand wave,
Or on the wealth of globed peonies;
Or if thy mistress some rich anger shows,
Emprison her soft hand, and let her rave,
And feed deep, deep upon her peerless eyes.

She dwells with Beauty – Beauty that must die;
And Joy, whose hand is ever at his lips
Biding adieu; and aching Pleasure nigh,
Turning tu poison while the bee-mouth sips:
Ay, in the very temple of Delight
Veil’d Melancholy has her sovran shrine,
Though seen of none save him whose strenuous tongue
Can burst Joy’s grape against his palate fine:
His soul shall taste the sadness of her might,
And be among her cloudy trophies hung.



*

De la melancolía


No acudas al Leteo, ni retuerzas las duras
raíces del acónito de ponzoñoso jugo,
ni dejes que en tu frente deje su beso pálido
la roja belladona de la vid de Perséfone;
no te hagas un rosario con las bayas del tejo,
ni sea el escarabajo o la oscura falena
tu Psiquis enlutada, ni el emplumado búho
se asocie a los misterios de tu pena.
Pues la sombra a la sombra letárgica vendría
y ahogaría la angustia desvelada del alma.

Mas cuando caiga la melancolía
súbita desde el cielo, como una nube en llanto
que alimenta las flores cabizbajas
y amortaja las verdes y rientes colinas,
sacie entonces la rosa matinal tu congoja
o la irisada sal de la ola en la arena
o la opulencia de las curvadas peonías;
O, si tu amada muestra un hondo enojo,
aprisiona su blanda mano y deja que rabie
y hondo, muy hondo bebe de sus impares ojos.

Mora con la Belleza..., la Belleza que muere,
y la Alegría, siempre con la mano en los labios
diciendo adiós, y el Goce que se acerca doliente,
tornándose veneno mientras la abeja liba:
sí, que en el propio templo del Deleite, velada
tiene su soberano altar la Melancolía,
mas sólo puede verla quien con lengua tenaz
rompe en su paladar las uvas de la Dicha:
su alma habrá de gustar su triste poderío
y entre oscuros trofeos colgarán sus despojos.



Giacomo Leopardi





A sè stesso


Or poserai per sempre,
Stanco mio cor. Perì l’inganno estremo,
Ch’eterno io mi credei. Perì. Ben sento,
In noi di cari inganni,
Non che la speme, il desiderio è spento.
Posa per sempre. Assai
Palpitasti. Non val cosa nessuna
I moti tuoi, nè di sospiri è degna
La terra. Amaro e noia
La vita, altro mai nulla; e fango è il mondo.
T’acqueta omai. Dispera
L’ultima volta. Al gener nostro il fato
Non donò che il morire. Omai disprezza
Te, la natura, il brutto
Poter che, ascoso, a comun danno impera,
E l’infinita vanintà del tutto.


*

A sí mismo


Reposarás por siempre,
cansado corazón. Murió el engaño extremo,
que eterno me creí. Murió. Bien siento
que de bellos engaños
no ya esperanza, hasta el deseo ha muerto.
Reposarás. Bastante
palpitaste. No vale cosa alguna
tus afanes, ni es digna de suspiros
la tierra. Amargo tedio
la vida, nada más; y es fango el mundo.
Quieto ya. Desespérate
una vez más. Nuestro destino es sólo,
sólo morir. Despréciate y desprecia
tu condición, el ciego
poder que, oculto, en común daño impera,
y la infinita vanidad del todo.



Gérard de Nerval





El desdichado


Je suis le Ténébreux, le Veuf, l’Inconsolé,
Le prince d'Aquitaine à la tour abolie:
Ma seule étoile est morte, - et mon luth constellé
Porte le soleil noir de la Mélancolie.

Dans la nuit du tombeau, toi qui m'as consolé,
Rends-moi le Pausilippe et la mer d'Italie,
La fleur qui plaisait tant à mon cœur désolé,
Et la treille où le pampre à la rose s'allie.

Suis-je Amour ou Phébus ?... Lusignan ou Biron?
Mon front est rouge encor du baiser de la reine;
J'ai rêvé dans la grotte où nage la sirène...

Et j'ai deux fois vainqueur traversé l'Achéron:
Modulant tour à tour sur la lyre d'Orphée
Les soupirs de la sainte et les cris de la fée.


*

El desdichado


Yo soy el Tenebroso, el Viudo inconsolado,
de la Torre aquitana señor sin dinastía.
Mi única estrella ha muerto; mi laúd constelado
lleva en sí el negro sol de la melancolía.

En la noche, en la tumba, Tú que me has consolado,
devuélveme el Posílipo y el mar de Italia un día,[1]
la flor que tanto quiso mi pecho desolado
y la parra en que el Pámpano a la Rosa se alía.

¿Soy Biron, Lusignan...?[2] ¿Soy Febo o soy Amor?
Del beso de la Reina llevo aún roja la frente.
La Sirena he soñado, y la Gruta en que nada...

Y pasé el Aqueronte dos veces vencedor,
modulando en la lira de Orfeo tenazmente
el gemir de la santa y los gritos del hada.



[1] El Posílipo es un promontorio entre Nápoles y Pozzuoli, donde Petrarca restauró la tumba de Virgilio.
[2] La dinastía de los Lusignan descendía del hada Melusina (Mère Lusigne). Su figura más destacada fue Guy de Lusignan, rey de Jerusalem (1186-1191) y luego de Chipre (1192-1194). Biron es un antiguo linaje del Périgord (hoy Dordogne) en Aquitania, región de la cual procedía la familia de Nerval.



Paul Verlaine


Langueur


Je suis l’Empire à la fin de la décadence,
Qui regarde passer les grands Barbares blancs
En composant des acrostiches indolents
D’un style d’or où la langueur du soleil danse.

L’âme seulette a mal au coeur d’un ennui dense.
Là-bas on dit qu’il est de longs combats sanglants.
O n’y pouvoir, étant si faible aux voeux si lents,
O n’y voluoir fleurir un peu cette existence!

O n’y vouloir, ô n’y pouvoir mourir un peu!
Ah! tout est bu! Bathylle, as-tu fini de rire?
Ah! tout est bu, tout est mangé! Plus rien à dire!

Seul, un poème un peu niais qu’on jette au feu,
Seul, un esclave un peu coureur qui vous néglige,
Seul, un ennui d’on ne sait quoi qui vous afflige!


*

Languidez


Soy el Imperio en el fin de la decadencia,
que componiendo acrósticos indolentes contempla
pasar los grandes bárbaros blancos —y en el punzón
de oro, la languidez del sol poniente danza.

La almita sola sufre su estomagante hastío.[1]
Se dice que allá abajo hay combates sangrientos.
¡Oh, si en ellos pudiera, lenta, impotente y débil,
oh si en ellos quisiera florecer mi existencia!

¡Oh, si en ellos quisiera, si pudiera morir!
¡Ah, saciedad! Batilo, ¿acabaste de reír?
¡Ah, saciedad de todo! ¡Nada más que decir!

Sólo un poema un poco torpe que se echa al fuego,
sólo un esclavo un poco huidizo que te olvida,
sólo un fastidio de no sé qué, que te aflige...



[1] Verlaine parece aludir aquí (con el raro diminutivo seulette) a los decadentes, intraducibles, bellos y melancólicos versos con que el emperador Adriano se despidió de la vida: Animula vagula blandula, / hospes comesque corporis...



Stéphane Mallarmé


Sonnet
(Pour votre chère morte, son ami.) 2 novembre 1877


—“Sur les bois oubliés quand passe l’hiver sombre
Tu te plains, ô captif solitaire du seuil,
Que ce sépulcre à deux qui fera notre orgueil
Hélas! du manque seul des lourds bouquets s’encombre.

Sans écouter Minuit qui jeta son vain nombre,
Une veille t’exalte à ne pas fermer l’oeil
Avant que dans les bras de l’ancien fauteuil
Le suprême tison n’ait éclairé mon Ombre.

Qui veut souvent avoir la Visite ne doit
Par trop de fleurs charger la pierre que mon doigt
Soulève avec l’ennui d’une force défunte,

Ame au si clair foyer tremblante de m’asseoir,
Pour revivre il suffit qu’à tes lèvres j’emprunte
Le souffle de mon nom murmuré tout un soir.”


*

Soneto


En olvidados bosques del invierno sombrío,
cautivo solitario del umbral, tú lamentas
que falten al sepulcro común que aún no alimentas
¡ay! los pesados ramos que fueron su atavío.

La vigilia te exalta, y no escuchas si anhela
con su número vano Medianoche el reposo
y espías, en los brazos del gran sillón añoso,
el supremo tizón que mi Sombra revela.

Quien aguarda a menudo la Visita querida
no recargue de flores la piedra que procuran
mis dedos levantar con su fuerza abolida.

Alma ante el claro fuego trémula de acogerme,
para volver me basta de tus labios beberme
el soplo de mi nombre que velando murmuran.



Rainer Maria Rilke


Herbstag


Herr: es ist Zeit. Der Sommer war sehr gross.
Leg deinen Schatten auf die Sonnenuhren,
Und auf den Fluren lass die Winde los.

Befiehl den letzten Früchten voll zu sein;
Gib ihnen noch zwei südlichere Tage,
Dränge sie zur Vollendung hin und jage
Die letzte Süsse in den schweren Wein.

Wer jetzt kein Haus hat, baut sich keines mehr.
Wer jetzt allein ist, wird es lange bleiben,
Wird wachen, lesen, lange Briefe schreiben
Und wird in den Alleen hin und her
Unruhig wandern, wenn die Blätter treiben.


*

Día de otoño


Señor: es tiempo. Grande fue el verano.
Posa tu sombra en el reloj de sol
y sobre el campo deja andar al viento.

Manda a los frutos últimos llenarse;
dales aún dos días meridianos,
empújalos a su sazón y apura
un último dulzor al vino espeso.

Ya el errante no construirá su casa
y el solo lo estará por largo tiempo;
escribirá, estudioso, largas cartas,
y en la avenida, inquieto, aquí y allá
vagará, mientras vuele la hojarasca.

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