viernes, 27 de octubre de 2023

 

Juan Martín Suriani

 

Cinco poemas

de La alquimia de las horas

 

 


 

Epifanía

 

Ante la absorta mirada de mi hija

es la primera vez

que está cayendo agua desde el cielo.

Quien observa sus gestos, su sonrisa,

los torpes movimientos asombrados

con que transita entre el barro y los charcos,

es testigo de la restauración

de un rito prodigioso por el cual

siglos atrás nacieron Seth, Paryania,

Tlaloc, Heindall, Shenglon, Taka-Okami:

deslumbrante y sutil epifanía

que los años irán desencantando,

hasta que ese milagro tenga un nombre,

y la lluvia no sea más que un hecho

vulgar y cotidiano que instará

a esta niña ya adulta a hacer lo mismo

que hace su padre hoy:

cerrar, una tras otra, las ventanas

y ponerse a resguardo bajo techo.


* 

 

Pienso en qué piensa cuando no me mira

 

Pienso en qué piensa cuando no me mira,

no me habla, no me escucha, ni siquiera

parece reparar en mi presencia.

Me pregunto por quién su indiferencia

llegaría a tornarse desvarío,

su sosiego, impaciencia, su relajo

mueca de desencanto. Qué motivos

podrían alterar tan turbadora

impasibilidad. En ocasiones

dudo de estar presente cuando pasa

a mi lado o el azar nos convoca

en cualquier sitio para que me sienta

un mero elemento decorativo

–¿tapiz, jarrón, florero, candelabro?–

incapaz de incidir sobre la escena.

Si no considerara el movimiento

sutil de su soberbio parpadeo,

el leve cintilar de sus pupilas,

su cabellera agitándose al viento,

concluiría: es de arcilla

de bronce, acero o mármol esculpido

por mano que sin duda envidiarían

Rodin, Brancusi, el propio Miguel Ángel.

Su actitud hacia mí es un anticipo

de la muerte. Por ella experimento

lo que me aguarda cuando al fin me encuentre

bajo tierra, ya solo e incapaz

de compartir siquiera algo con quienes

visitarán mi tumba y a pesar

suyo confirmarán lo irreversible:

los besos y sonrisas para otros,

las caricias para otros, la ternura

para otros, los reencuentros y abrazos

para cualquiera menos para mí,

condenado a cumplir a eternidad

mi destino de polvo enamorado.

 

*

 

8 de junio de 2013

 

En el preciso instante en que cerraba

tus ojos comprendí que acto tan simple

como posar la palma de mi mano

sobre tu frente y, lenta, deslizarla

hacia abajo implicaba cercenar

una porción de universo, restando

complejidad a lo real. Tras esos

párpados, inaccesibles, quedaban

paisajes, rostros, tardes, madrugadas,

amaneceres, lunas y diversas

versiones de mí mismo: el niño aquel

que fui, el adolescente, el joven, este

adulto destinado

a cumplir todo aquello que tu amor

de abuela proyectaba, y que los días

contrarios a tu anhelo se encargaron

de refutar. Y a la vez asistí

a la revelación de lo ilusorio

de tu muerte, hasta el día postergada

en que otra mano ignota haga lo propio

con mis ojos, y logre finalmente

imponerse el designio del olvido.


* 

 

Gravitación de lo incumplido

 

La vida que no fue: cuanto quedó

reducido a la incierta condición

de posibilidad, y en el afán

de explicar la razón de que así fuera,

a falta de razones llamo azar,

casualidad, ventura, providencia,

mantiene tal influjo sobre mí,

que en lugar de pensar

en lo incumplido allanando el camino

a personas, vivencias, circunstancias

que de otro modo nunca habrían sido,

me lleva a renegar de esto que soy,

como si otra versión

de mí mismo me mantuviera a salvo

de la insatisfacción

que acecha a todo hombre por el hecho

de encarnar una única existencia,

a expensas de esas tantas que jamás

sabrá qué le tenían reservado.

 

*

 

Siesta

 

               a A. M., cuyos motivos

               suelen asistir mis Soledades.

 

El entrañable prisma machadiano

–resultado de mi afición lectora–

refracta cuanto se emplaza en el área

de mi percepción a horas de la siesta.

Catorce y veinticinco en los relojes,

sopor canicular, calles de tierra,

la luz cayendo a plomo, una quietud

que sólo contradice el movimiento

de las hojas a instancias de la brisa

que sopla desde el lado de la sierra,

el batir de unas alas o el goteo

indolente de un grifo mal cerrado.

Lo mismo da San Luis, Soria o Baeza:

provinciano paréntesis, reflujo

del devenir, sensación de encontrarme

a solas con mi sombra y con mi pena;

amarga convicción de haber perdido

no una, sino dos o tres Leonores;

el cerco con que la monotonía

va acotando mi arbitrio hasta rendirlo

a la resignación; la alquimia de las horas

tornando el oro en cobre; la preciada

monedita del alma que se pierde;

los pies remisos como si estuvieran

avanzando camino de Collioure;

los ojos que son ojos porque asoman

a través de mirillas para verme

pasar indiferente, en la certeza

de que, sin importar cuanto yo haga,

o desestime hacer, estaré siempre

–al igual que cada uno de los hombres

y mujeres que habitan este pueblo–

trabajando para el polvo y el viento.

 

Juan Martín Suriani

 

[De La alquimia de las horas,

Editorial Brujas, Col. “Fénix”,

Córdoba, Argentina, 2023]

 

Juan Martín Suriani nació en San Luis, Argentina, en 1978. Es Licenciado y profesor de historia por la Universidad Nacional de Cuyo, donde actualmente desempeña tareas docentes. Ha publicado A esa voz (Poemas, Botella al mar, Buenos Aires, 2015) y La casa de las tías (Premio de novela Gran Certamen Vendimia, Mendoza, 2018).


jueves, 27 de julio de 2023

 

Alejandro Bekes

 

Cinco poemas

de Un oráculo de agua

 

 


 

Peligrosa hermosura

 

Peligrosa hermosura en el oeste:

la rodajita de la luna nueva

con una estrella abajo, que palpita

y calla. Fuego azul que nadie mira.

 

Peligrosa hermosura en el poniente,

corazón de la noche que palpita

y habla a la rotación de la ancha esfera

por lo que nacerá tal vez mañana,

 

de la fuente que oscura siempre mana,

hija de tu silencio y de mi espera.

 

*

 

Remanso

 

Un remanso en la furia del verano,

la enredadera verde y amarilla,

un susurrar de abejas en la parra

que acaso sea solamente el viento,

el juego de los gatos saltarines

y, cuando alzo los ojos, una rama

que el sol último aviva

y en que maduran, altos, los pomelos.

 

Nada quisiera más que estar acá,

donde estoy, esperándote,

oyendo este sonido leve, leve,

que hace la vida, el tiempo, cuando pasa,

sin sentirse, en el patio de la casa.

 

2013

 

*

 

Fogata

 

Lejos se oyen las tristes

canciones de la tarde.

 

Con ramitas resecas,

papel muerto, virutas,

cortezas y raíces

olvidadas, yo enciendo

una fogata mínima

en mi patio callado.

 

Tizones del tamaño

de un grano de mostaza.

Corre el viento y la apaga.

La soplo: reaparece.

 

Ladridos y canciones

ya lejos. Cae la tarde.

Yo vigilo mi hoguera:

humo que arde en los ojos

y la indecisa luz

de la infancia del fuego.

 

*

 

A sí mismo

 

En la felicidad más pura y simple

se consumieron estos doce años

y no advertiste cuánto envejecías.

 

Ahora aturde el silencio:

un silencio que nunca

pudiste imaginar, en este campo

de muerte que ha dejado

el súbito huracán de la desgracia.

 

Hay sol afuera, hay verdes que retornan;

hay, incluso, algún pájaro en su rama.

Nada te anuncia ya la primavera

inminente. No obstante

debes sobrevivir a tu derrota;

debes sobrevivir: tal es el viejo

y único imperativo categórico.

 

No sabes cuánto tiempo has de llorar

todavía el perdido paraíso,

tu paraíso, donde estaba Eva.

 

De lo demás no es dueño tu albedrío.

Espera. No hay camino.

No hay eco ni señal. Espera. Espera.

 

*

 

Lo intraducible

 

Hermosa es la palabra toronjil,

que en árabe es “la hierba de la abeja”,

y la palabra cóndor,

que en quechua se oye qúntur.

Y la palabra góndola italiana,

la griega Antares, la latina pulso.

Y es insondable la palabra noche,

que en castellano quiere decir “noche”:

el estrellado azul, la suave luna,

la esperanza, el destino,

la alta meditación del que medita

y tu vida desnuda entre mis brazos.

 

Alejandro Bekes

 

[De Un oráculo de agua,

Editorial Brujas, Col. “Fénix”, Córdoba, 2023]


martes, 25 de julio de 2023

 

Ricardo H. Herrera

 

Cinco poemas

de Grupo de familia

 

 


 

El beso de Juan

 

El dolor de estos años me ha cuarteado

la piel y el corazón. Lo que fue blando

un tiempo se hizo duro y dio comienzo

a lo que denomino Edad de Hierro.

 

Templado así de dura indiferencia,

amando sin amor en lo profundo,

me distancié de todos los humanos,

incluso los ligados por la sangre.

 

Pero hoy Juan, al que llamo El Jardinero

porque ese es su trabajo este verano,

quebrantó mi apatía con un beso.

No esperaba del nieto tal ternura.

 

Pagado su trabajo, que fue duro,

se aproximó en silencio y al besarme

su ser me conmovió de tal manera

que sentí desplomarse mi armadura

 

forjada en estos años implacables.

Recuperé mi humanidad perdida

y descubrí su alma verdadera,

mucho más verdadera que la mía.

 

Fue lección evangélica la suya;

me devolvió a la vida en el jardín

ya transformado en ámbito de luz.

Enmudecí. Y fui padre otra vez.

 

*

 

A Julieta, en China

 

Reducido a mi esencia, muerto el cuerpo,

iré a tu encuentro en días apacibles;

mi compañía leve será al fin

serena transparencia de silencio.

 

Desprovista de hechos y de dichos,

mi presencia dispersa en pura ausencia

se hará sutil como la eterna siesta

en que moran los plátanos que amé.

 

Mi ánima esquiva habitará en el bosque

del corazón de pocos; seré pausa

del vértigo del tiempo, seré huella

de fugaces instantes inasibles.

 

Amor correspondido enteramente

desde la madrugada en que naciste,

sentimiento leal y real ternura,

eso seré en tus días por venir.

 

*

 

Tonada

 

Agustín, sufridor, tu soledad

amistosa se acerca hasta mi puerta;

tal vez haya algún fruto de mi huerta

que te pueda traer felicidad.

 

También hay abandono en mi poesía

y una vida quebrada que interroga;

puede enjugar las lágrimas que ahogan

tu garganta y la mía.

 

*

 

A Miranda, en Viena

 

Hoy sábado, a la hora de la siesta,

escuché nuevamente el andantino

de la sonata en La menor de Schubert;

una obra que trabajaste un tiempo,

en los años de Villa Pueyrredón.

Alejado del piano, la oía entonces

entornando la puerta de mi cuarto.

 

Y cuando, acompañando el instrumento,

en voz baja entonabas su motivo,

la creación extremaba su secreto:

retornaba a su fuente, la poesía.

Nada te distraía mientras ibas

por la senda melódica perenne

trazada por el músico vienés.

 

Arraigó en mí, por ella, una confianza

sin fin en las cadencias afectivas

de nuestra voz humana cuando busca

la gracia y el encanto de los seres

que amamos tiernamente a la distancia;

esos hijos que alumbran nuestra vida

con un tenue fulgor de intimidad.

 

*

 

Una tumba

 

Lo duro de la muerte es esperarla,

cada día es un siglo en la demora.

Uno sueña su tumba y su epitafio

sabiendo que es inútil hacer planes.

 

Desearía yacer en camposanto,

un campo como el que hay en Los Hornillos,

apartado del pueblo entre cipreses;

fue lugar de paseo años atrás.

 

Terminaré en la cripta familiar,

junto con mis abuelos y mis padres;

es lo más racional para los deudos,

aunque inimaginable para mí.

 

Viví solo y solo he de morir,

de ahí el deseo absurdo que me ronda.

El póstumo poema de mi cuerpo

rompiéndose en lo ignoto: una colina,

 

lugar claro y pacífico, muy bello.

Después de tanta guerra con la nada,

amigarme con ella mansamente

sería honrosa capitulación.

 

Ricardo H. Herrera

 

[De: Grupo de familia,

Editorial Brujas, Col. “Fénix”, Córdoba, 2023]