martes, 6 de julio de 2010

Horacio Castillo

Los gatos de la Acrópolis





Los gatos de la Acrópolis


Cómo tiembla la rama de laurel, cómo tiembla toda la morada.
Pero al pie de la columna, a la sombra del mármol,
ellos vigilan. ¿Duermen o sueñan? ¿Están vivos o muertos?
Lejos todo lo miserable: el gran Roedor,
el poder que desgasta la materia del mundo,
lejos lo que quita el sueño, la peste de lo que es.
Cómo tiembla la rama de laurel, cómo tiembla toda la morada.
Pero estáticos, perpendiculares al día,
ellos vigilan. ¿Son momias o espectros? ¿Dioses o demonios?
Y eras tú, Matador de Ratas, siempre bello y siempre joven,
tú que sólo te muestras al que es bueno.
Y eras tú, Matador de Ratas, pero no te veíamos,
tú que sólo te muestras al que es puro.
Lejos todo lo miserable, lejos
la alimaña del corazón, la degradación de la belleza,
lejos el diente de la nada, el embrión de lo que no es.
Tiembla nuevamente la rama de laurel, se estremece toda la morada.
Pero ellos vigilan. Y se detiene el proceso de corrupción.
Te veremos, Matador de Ratas, te veremos y no seremos despreciados.


El quejido


Quejido animal de lo que tiene fin, quejido
de rosa recién abierta, de pájaro cayendo,
quejido de gato escaldado, de apaleado, de empalado,
quejido de cangrejo en el aceite hirviendo,
quejido de buey, quejido de himen, quejido de rama, quejido de fruto,
quejido de hueso quebrándose, de última mirada,
quejido de cuaderna, de varenga, quejido de cripta,
quejido de sueño secándose en la piedra,
quejido del azul, quejido del negro, quejido del rojo,
quejido diurno, quejido nocturno, quejido del sí, quejido del no,
quejido de virgen en el ojo del unicornio,
quejido de ménade con la pierna amputada,
quejido de lo que es, quejido de lo que no es,
quejido de lo que nació, quejido de lo que murió,
quejido mío, tuyo, quejido de todos, quejido de nadie. ¡Ay, ay!



El pecho blanco, el pecho negro


Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
Al despertar tomaba el pecho blanco en su mano
y acercándolo a mis labios decía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche blanca, espesa, dulcísima.
Luego apretaba entre los dedos el pezón negro
y colocándolo en mi boca repetía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche oscura, infinitamente agria.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
De día, sosteniendo el pecho blanco en su mano
como una paloma, susurraba: Es la luz del mundo;
y a la noche, mientras exprimía suspirando
el pecho negro, prorrumpía: Es la oscuridad.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
A veces exponía el pecho blanco al sol
y escondiendo bajo su ropa el pecho negro
canturreaba: Esta es la leche que sacia toda hambre,
y su rostro se iluminaba con una sonrisa inmortal.
Pero mi boca buscaba otra vez el pecho negro
y tomándolo en su mano con piadosa resignación
lo ponía en mis labios diciendo: Bebe, hijo mío,
y yo bebía ávidamente la leche que da más hambre.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.



Excavaciones


Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Pero si pones el pie donde estaba el umbral,
si te acercas con la rama de albahaca y un gallo en los brazos,
las sombras vendrán rápidamente a tu encuentro.
Pero si te sientas donde estuvo el umbral,
si cantas con el gallo ―con el gallo de la memoria―
todavía puedes recordar, privilegio de los vivos,
todavía puedes olvidar, privilegio de los muertos.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y ya no sabes si estás del lado de la sombra o del lado de la luz.
Alguien viene a beber sol: extiendes la mano.
Alguien viene a beber sombra: extiendes la mano.
Y cuando el desconocido te pregunta quién eres, no sabes contestar,
cuando le preguntas quién es, no puede contestar.
Canta ―pides― pero él no cantará.
Sueña ―responde― y tú no entenderás.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y cercas la zona con una cuerda de sol, la cercas con fuego.
¿Qué buscas en la zona de sombra? El perro se ahogó,
las gallinas se ahogaron, se ahogaron los gatos y los dioses.
¿Quién te busca en la zona de sombra? El pasto creció,
creció el viento que viene del olvido.
El aire tragó las tímidas palomas.
Y aquellos esbeltos caballos lustrosos.
Recuerda: lo que ahora no recuerdes nunca volverá.
Olvida: lo que ahora no olvides nunca lo olvidarás.
Y pasas de la zona de sombra a la zona de sol.
¿Qué buscas en la zona de sol? No sabes qué buscas,
mirando las ropas tendidas detrás del tiempo,
subiendo escalinatas que sólo llevan al vacío,
abriendo y cerrando puertas que no existen.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y sentándote nuevamente donde estuvo el umbral
cierras los brazos, encoges las piernas, te duermes
en la gran matriz del llanto, si todo no fue un sueño.



El lavadero

Hay allí unos anchos y bellos lavaderos de piedra.
Homero, Ilíada, XXII, 153

I dreamed the dream called Laundry
James Merrill



Qué jóvenes llegamos aquí, a los grandes lavaderos,
donde vimos por primera vez a la hija del rey
descargando su ajuar, jugando con sus compañeras.
Aquí, donde las esposas y las hijas trajeron
sus magníficos vestidos, antes y después de la guerra,
donde vimos tantas veces llegar los carros del mundo
con las sábanas de la vida y de la muerte,
los manteles y las toallas, las vendas y sudarios.
Qué jóvenes llegamos aquí, a los grandes lavaderos,
donde también nosotros trajimos nuestra carga:
el tul sangrante, el paño ardiente de la fiebre,
la seda manchada por el pólipo del deseo.
Qué jóvenes llegamos aquí, oh dios de los lavaderos,
y cómo tratamos de borrar toda mancha,
cómo luchábamos vanamente contra lo indeleble,
hasta que extenuados nos dormíamos sobre las peñas
y soñábamos con una tela incorruptible, con un agua inmaculada.


Epitafio


Ni la rosa perfecta ni el laurel público:
nardo y albahaca, anís, lavanda, nuez moscada,
y que el aire del alba esparciendo su aroma
avise al peregrino: Este vivió.



A una nube que pasa


Nieve diseminada a la orilla de un lago. ¿O vértebras?
¿Una estrella de mar? ¿El omóplato de un dios?
Sentados en el mármol, al borde del promontorio,
te vimos a la derecha, navegando sobre las ruinas,
sobre la antigua tierra batida por los sueños,
más accesible para las gaviotas que para los caballos.
(Porque todo estalló, porque la forma estalló,
cayó como un anzuelo sobre todas las cosas
y todo mordió el anzuelo: la piedra fue piedra,
el árbol árbol, el asno asno y para siempre;
todo mordió el anzuelo, menos tú, siempre otra,
soplo o alma, nada eternamente en fuga).
Y divisamos a lo lejos la nave de proa azul
y al hombre de anchos hombros dormido junto a la adúltera
―su mano tocando la cadera― y a todos los compañeros
que volvían volvían del amor del olvido.
―Traíamos oro, bronce, mujeres, vino,
traíamos callos, sarna, peste, sueño,
pero de pronto el viento comenzó a soplar,
las olas se encabritaron y la tormenta nos dispersó,
unos hacia el destino, otros hacia el recuerdo.
¿Un hipocampo? ¿La trompa de un elefante?
¿El arco de una espalda? ¿El dorso de un delfín?
(Porque la luz estalló, porque el ojo estalló,
segregó una sustancia blanca ―rocío o semen―
y huyó de la materia del límite de la muerte)
mientras navegaban hacia el sur, hacia la playa de Proteo,
y los seguimos largo rato con los prismáticos,
hasta que doblaron el cabo y se perdieron en la bruma.
―Tendidos en la arena, escondidos entre las focas,
esperamos casi sin respirar la llegada de la mañana,
hasta que el astuto nos descubrió y empezó a transformarse.
¿Un pez, un dragón, un árbol de alta copa,
una lengua de fuego, un corpulento jabalí?
Pero ya tirábamos con todas nuestras fuerzas de la red.
―Hay una isla en el cielo, una isla sin raíces,
que flota a la deriva como el tallo de un asfódelo,
patria siempre errante que a la hora del crepúsculo
arroja anclas, garfios, manos al fondo del abismo.
(Porque fijando la forma nada detienes,
pues lo que en ella sobrevive es lo que nunca fue).
Y nos quedamos inmóviles, hasta que sonó el clic
que nos volvió rígidos, amarillentos, eternamente jóvenes.
Este es mi padre, esta es mi madre, este soy yo,
y das vuelta, hijo mío, la hoja del álbum.


(Ediciones del Copista, Colección "Fénix", Córdoba, 1998)